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Fukuyama, Grondona, Menem y De
Narváez...
EL INTENTO
DE MATAR A LAS IDEOLOGÍAS
Ya lo advertimos hace bastante tiempo:
una ola de pragmatismo chato parece estar infectando el país. En los últimos
días, si se quiere estar “in” entonces hay que decir que los planteamientos que
uno hace distan de ser ideológicos/políticos y no parece haber mejor argumento
en el debate que asegurar que el oponente sólo tiene posiciones
ideológicas/políticas. Para muchos medios “Denarvaizados”, esta parece ser una
posición asumida como verdad pagada.
Por cierto, la satanización del término
“ideología” sólo pueden hacerla quienes ignoren su significado en castellano,
porque las dos acepciones más frecuentes son bastante respetables. Según el
diccionario de nuestra lengua, ideología es “ciencia del origen y clasificación
de las ideas”, o bien, “conjunto de las ideas propias de un grupo”.
Es decir, afirmar que una persona o
grupo carece de ideología, significa simple y llanamente que no tiene un grupo
de ideas que le identifique. Algo que sólo puede ser producto, sobre todo en la
actividad política, de que se es un completo idiota (también en el sentido que
esta palabra tenía en la democracia griega), o bien de que uno no sabe de dónde
proceden las ideas que maneja cotidianamente, sin ser muy consciente al
respecto.
Como se dice en economía, todo aquel que
asegura que tiene una visión pragmática sólo es en realidad un esclavo de algún
gran economista muerto. Dicho de otra forma, todo aquel que asegura que sus
planteamientos no son ideológicos ignora o miente. Todo ser humano que lo es
realmente tiene un grupo de ideas con las que se maneja, más allá de que estas
no sean inmutables y estén abiertas al dialogo.
Sin embargo, en este país, los
principales representantes de la oposición aseguran que sus planteamientos no
son ideológicos e incluso declaran que prefieren no autodefinirse
ideológicamente por desconfianza respecto de las ideas circundantes. Lo penoso
es que alguna buena cabeza de orientación progresista parece estar contribuyendo
en los últimos días a esta ceremonia de la confusión.
En suma, parece necesario rescatar el
término ideología de tanta ofensa y confusión. Otra cosa es dejar claro si una
determinada ideología es buena o es mala, si es coherente o es confusa; o evitar
el otro riesgo al que se supone que se refieren los enemigos de la ideología,
que es a la tendencia a confundir los planos del análisis, sustituyendo el
conocimiento concreto del terreno por las ideas más abstractas y generales. Pero
es estos casos, lo que se debería decir es que estamos ante una mala ideología o
un mal ideólogo; dejando así de tirar el bebé con el agua sucia.
En
realidad, el rechazo a lo conceptual suele ser producto de la comodidad mental,
como también lo es la tendencia a mantenerse en lo abstracto sin conectar con lo
concreto. Lo conveniente sería mantener la relación coherente entre todos los
planos del análisis y la actividad, sin que tengamos para ello que dejar de
poseer ideología, algo bastante difícil por lo demás. No hay que caer en la
trampa. Esta teoría del fin de las ideologías tuvo sus exegetas en nuestro país
y hoy De Narváez, Macri y Cia. son sus fieles intérpretes. Debemos recordar,
necesariamente a Fukuyama y a quienes lo trajeron a la Argentina. Durante la
segunda década infame de los noventa conducida por el impresentable Carlos Menem
y de la mano del aspirante nativo a filósofo griego Mariano Grondona, adquirió
peso en el mundo de la opinión publicada argentina la teoría de Francis Fukuyama.
El ex integrante del Departamento de Estado de EE.UU. nos sorprendió en 1989 con
un artículo, “¿El fin de la historia?”, publicado en el diario “The National
Interest” y convertido luego, durante 1992, en el ensayo “El fin de la historia
y el último hombre”, de gran éxito comercial entre sectores “civilizados” de
buena parte del mundo. Dicho ensayo se asemeja, sin embargo, más a una novela de
ciencia-ficción que a un trabajo propio de las disciplinas sociales o de la
filosofía seria. Aplicando un método deductivo puro, partiendo de hipótesis muy
abstractas y en ocasiones absurdas hasta deducir otras más concretas que luego
pretendió confrontar con la realidad (y fracasó), sin penetrar jamás en la
profundidad de los hechos observables, ignorando otros esenciales a partir de
una selección arbitraria que no explicita qué criterios la guiaron, Fukuyama
gestó su teoría de la finitud posmoderna: “el fin de la historia”.
Su
núcleo conceptual resulta para cualquier analista más o menos despierto poco
menos que insostenible: la historia, entendida como conflicto ha llegado a su
fin. La poshistoria se manifiesta como una etapa desconocida por la humanidad,
en la que imperan los cálculos económicos y la tecnología, sustituyendo a la
crítica creativa, el arte y la filosofía. El gran desarrollo generado por el
capitalismo en su etapa neoliberal, cierra el ciclo de las desigualdades y de
los conflictos que le fueron inherentes. Un conjunto de normas y valores propios
del liberal occidente adquieren entonces vigencia universal, mientras las
ideologías con sus visiones contrapuestas del mundo fenecen, ya que no hay
intereses sociales contrapuestos que expresar. Sin embargo, las argumentaciones,
débiles por cierto, que el teórico desarrolla a lo largo de su trabajo, culminan
en un clima de profunda congoja:
“El fin de la historia será un tiempo muy triste. En la era poshistórica no
existirá ni arte, ni filosofía; nos limitaremos a cuidar los museos de la
historia de la humanidad Personalmente siento, y me doy cuenta que otros a mí
alrededor también, una fortísima nostalgia de aquellos tiempos en que existía la
historia.
En el año 2005 Fukuyama vuelve a la
Argentina, ya no de la mano de Grondona con su insólita teoría bajo el brazo,
sino invitado por la Revista Ñ, para disertar en el Malba de la ciudad de Buenos
Aires sobre una temática mucho menos pretensiosa: el Estado, la
institucionalidad y la construcción de consensos. En la conferencia expresó:
“Las instituciones formales importan menos de lo que la gente piensa. Hubo en
Latinoamérica una excesiva inversión en reformas institucionales pero se
descuidaron los problemas de la cultura política.”
“Las reformas institucionales son importantes y no debemos dejarlas de lado,
pero el énfasis está puesto en el lugar erróneo. El esfuerzo debe ponerse en
generar consensos políticos más que en las normas políticas formales”
La idea fuerza que surgía de toda su exposición en el Malba es que las normas y
valores políticos compartidos, no sólo dentro de un partido sino entre distintos
partidos, son los que dan estabilidad y hacen eficiente una democracia
permitiendo el desarrollo de la economía de mercado. Ya que dicho mercado no
generó los consensos necesarios (y mucho menos el fin de la historia
pronosticado por el doxósofo), entonces habrá que construirlos para que la
economía neoliberal pueda progresar. Es decir, ya que la realidad es bien
distinta a su lamentable teoría, la misma que tantos intelectuales colonizados
de estos pagos consumieron sin chistar, entonces vamos a tratar de producirla
con las ideas, las de lo neoliberales claro está. Una nueva contradicción se
instalaba en su frágil cuerpo teórico
¿Y ahora qué dice?
Pero como Fukuyama no deja de hablar ni de escribir, y siempre tiene cerca una
legión de periodistas “independientes” que le acercan un micrófono, nos
enteramos por un reciente reportaje realizado por Newsweek durante el año en
curso, que ahora tampoco realiza planteos inscriptos en una visión
neoconservadora:
“La
abandoné hace años. Siempre analicé la historia desde la perspectiva marxista:
la democracia es consecuencia de un vasto proceso de modernización que ocurre en
todos los países. Los neoconservadores creen que el uso del poder político puede
acelerar el cambio, pero a la larga, el cambio depende de la sociedad misma.”
Lo parió Fukuyama... Es solamente un
poco más incoherente que De Narváez... Claro que desde la vacuidad del “nuevo
emergente político” no puede haber ideas incoherentes. Lo que no hay, son ideas.
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