Historias de Germania

LA BICI

Eduardo  Minervino

 

Me revelé contra las dos dimensiones,
quería correr la cortina todas las mañanas,
para verme en el espejo
con la memoria y el corazón de un niño.

Fijaba el verbo presente,
tratando de encontrar las imágenes del pasado.
Buscaba las fotos  alrededor del mediodía,
y ponía en fuga los recuerdos a medianoche.

Hay muchas maneras de recordar, de darle entidad al torbellino de imágenes, voces, sonidos y olores que  me invaden cada vez que pienso en mi niñez y juventud. Estoy seguro que el mejor tiempo para hacerlo es la noche, cuando el ruido de las obligaciones no interfiere en ese bello y sereno viaje a través del tiempo, que inevitablemente me deposita en los pueblos que me dieron los primeros momentos de felicidad, de tristeza, los primeros amores/desamores y los primeros dolores. Creo que el estado de ánimo de cada día condiciona la elección. Y hay una lucha continua entre la esperanza y la desesperanza. Los años pasan y en el otoño de la vida ya empiezo a vislumbrar el invierno.

Esa noche me acosté a oscuras. Quise volver sobre los recuerdos bellos pero no pude. Imagen tras imagen volvían momentos llenos de dolor y soledad. Muertes, fracasos, amores perdidos y desilusiones se continuaban. Un mundo ininteligible me abrumaba. El dolor de no tener certezas. Estuve a punto de prender la luz y abrir los ojos, pero me resistí. No, no otra vez, pensé. Quise volver sobre lo bello. Recordé las películas que vi en el cine de Germania  que me hicieron feliz y a los libros que amaba. Traté de no sentir la angustia por saber que esa noche, mi vida dependía de aquellos recuerdos y que terminaba siendo algo impersonal. Pero las historias de viajeros y caminantes, sordos, vaqueros, seres infernales y mundos fantásticos me llenaron de alivio. El dolor y el amor se juntaron. Mundos dulces y amargos en aquellas historias, en aquellos recuerdos.

No prendí la luz.

En la oscuridad, tomé el borrador del libro de cuentos que estaba escribiendo y lo apreté con fuerza contra el pecho. Un último recuerdo vino a mi mente: “Era una noche espléndida. Levantando el violín lo encajó sobre su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor” era un párrafo de uno de ellos. Entonces, todo mejoró. Recordé una de las mejores noches vividas en el pueblo y no pude menos que sonreír. Fue una de la más larga. Había dispuesto no dormir. Casi lo logré, pero, finalmente, el sueño me pudo y…  Cuando desperté, junto a los zapatos que había lustrado pacientemente la tarde anterior, me esperaba la “bici”…. ¡La primera! ¡Habían llegado los Reyes Magos! Finalmente, Gaspar, Melchor y Baltasar habían recibido mí carta, sugerida en su redacción final por el viejo que me dijo: “Una bicicleta y una pelota número 5 es mucho para los Reyes.  Deberías elegir un solo regalo. Además, pelota ya tenés…”  O sea que simplemente les pedí la bicicleta. Y ellos cumplieron.  Cuando salí de casa, nadie andaba por la calle. Era muy temprano de cualquier manera. La bici era verde, rodado mediano y sin rueditas de apoyo. Había aprendido a mantener un inestable equilibrio  gracias a las bicis prestadas y supuse que los Reyes sabían, por eso me habían traído una bici “de grande”.  Con coraje crucé la calle, llegué a la plaza y simplemente empecé a andar en bicicleta. Hábito que todavía mantengo, ya mayoría de mis traslados en Gesell los realizo en una moderna bicicleta.

A los pocos minutos comenzaron a aparecer los amigos del pueblo. No solo los del barrio ya que la plaza era naturalmente el punto de encuentro para los juegos infantiles. Y ese día, el de los Reyes fue el mejor de todos. Carentes de envidia y egoísmo, nos prestamos los regalos individuales y jugábamos con los que permitían la interacción.  

En Germania, el de mi niñez, hacía muchísimo calor en verano. Ese enero era un tiempo de sequía o al menos de lluvias escasas. Todavía no había asfalto y los días de viento, venían rodando, casi como en las películas de “Cowboys”, rollos de morenita, una planta pequeña, siempre seca, que usábamos para las grandes fogatas de San Juan y San Pedro, una de las festividades que reunía a todo el pueblo alrededor de los grandes fuegos que se hacía en cada barrio.

Las calles de Germania, estaban invadidas, además de la morenita, por tierra y  por oleadas inacabables de mariposas, de todos los colores que pasaban, pasaban y pasaban… Nosotros solíamos cazarlas, con cierta ferocidad,  con rama de tamarisco u otra especie arbórea, que necesariamente debía ser flexible,  solo por el hecho de… No sé, cual, en realidad… Pero lo hacíamos. La tierra volando, era patrimonio del verano a la mañana o a la siesta, ya que el viejo regador, pasaba cuando el sol ya no quemaba tanto, al atardecer. El pueblo, a la hora que no había viento, cuando refrescaba, tenía las calles húmedas... En el pico del calor... Nada...  Viento... Tierra... Y mariposas.

Para muchos de nosotros la emoción llegaba con el regador. El motor del viejo camión  se escuchaba desde lejos como un inconfundible rumor opacado por el ruido del agua y su gran presión. Inmediatamente corríamos a sentarnos en el borde de la vereda, calculando si el chorro nos alcanzaría o pasaría apenas salpicando.

Todo dependía de la presión que el chofer le impusiera. Si con suerte venía uno con ganas de divertirse, aumentaba la presión; entonces, el chorro crecía hasta cubrir la mitad de las veredas obligándonos a escapar y pegar la espalda contra el tapial entre risas nerviosas. Claro que alguno de nosotros aceptaba gustoso el reto y se dejaba envolver por el enorme chorro, mientras las chicas gritaban  con una mezcla de horror, admiración y algo de envidia. Tras el paso del camión, el barrio quedaba perfumado por el inconfundible aroma de la tierra mojada.

La magia inconmensurable del camión regador sólo la puede comprender quien la haya disfrutado. Su paso traía alegría, plenitud, los chorros que derramaba en forma de abanico se depositaban sobre las calles polvorientas e inundaban todo con la fragancia de la tierra mojada. A veces, teníamos la dicha de ver formarse un arco iris cuando los rayos del sol atravesaban las gotitas.

¡La bici! Que importante fue para mí…  Pasaron muchos años de aquella, la primera, que me trajeron los Reyes Magos y a pesar de ello, hace poco tiempo, cuando compré la última recordé…

 

Ayer vos y yo, en un solo beso para la vida,
en el amor que nos conoció a los quince años
y yo pedaleando para un nunca llegar tarde a tu corazón.
Fuimos nosotros los que inventamos el beso en una bicicleta,
la edad de las miradas con un cuaderno en la mano.
Fuimos nosotros, los que sin respirar, nos cansamos de viajar;
y ayer, sólo ayer, las calles dicen: Allí van, son ellos!,
Pero fue tan rápido que pedazo a pedazo nos despedimos.
Vos y yo, ahora quizás dónde, dónde volveríamos a rodar,
dónde volveríamos a comandar dos ruedas como a un barco,
dónde volveríamos a conquistar los mundos con un sueño.
Eso no me importa, porque en mi memoria tengo un niño despierto,
llevo a ese revoltoso quinceañero en los dedos del alma,
tengo aún, esos años metidos muy adentro,  con los recuerdos.
Entonces, será a las siete, te pasaré a buscar como cochero,
subirás en mi caballo veloz con rayos de aluminio,
dispuesta a saltar a la gloria al besar cada calle de tierra,
recostándote en cada parada para retomar las fuerzas.
Entonces, será a las siete, cuando llegue a tu casa,
salgas a recibirme como ansiosa de la nueva carrera.
Entonces, son las siete y recuerdo tu mano en la mía,
riendo del pedaleo en mañana y tarde,
cuando nos amamos en una bicicleta sobre la vida,
cuando se me vienen los quince felices años,
ahora que son más, con bicicleta pero sin sueños.

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