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Historias de Germania EL PUENTE DE BALBIN
Ventanas abiertas al paso del tiempo, espejos añosos, de nuestro pasado imagen clavada en papeles viejos sonrisas perennes impresas de antaño.
Como fotos viejas, de pronto encontradas, en el laberinto de unas viejas cajas, colores añejos, casi desteñidos, en blanco y en negro, nos golpeó la cara.
¡Era nuestro tiempo!
lento transitaba, de sueños y ensueños, la existencia ungía.
Eso es lo que fuimos,
esto es lo que somos, creímos tener, juventud comprada, hoy nos damos cuenta, ¡estaba prestada!
Poemas y fotos, dejarán grabadas toda nuestra historia, con fama o sin fama en el laberinto de unas viejas cajas nos dirá: ¡Mi amigo! ¡Tu vida, se acaba!
Unos de las grandes cuestiones a superar cuando niños era la distancia. No me refiero a la que hoy me duele, la de los centenares de kilómetros que me separan de Germania. Hablo de los límites que marcaban nuestros padres a las propias limitaciones de la edad. Apenas con algunos meses, nos metían en el corralito y tras los barrotes de madera, veíamos pasar la vida. Cuando dábamos los primeros pasos, dentro del andador nos movíamos en un reducido ámbito, siempre cerca de quien nos cuidaba. Tiempo después el límite ya era la casa, luego el patio, seguía la vereda, la casa de la vecina, después la de enfrente y así, lentamente le íbamos ganando metros a la vida. Cuando andaba por los 10 años, más o menos, llegué por primera vez al “Puente de Balbin” o el de “El Peregrino”. A pocos kilómetros de Germania era para esa edad más o menos como ir a Europa. Lo hice sin permiso, una mañana del 6 de enero, estrenando mí primera bicicleta de carrera que me habían dejado los todavía esperados Reyes Magos. Era una “Durifort”, promocionada como “la más liviana del mundo”. Pedaleando duro por la tierra suelta, con tubos y piñón fijo, y una relación corona – piñón demasiado compleja, llegué al objetivo en unos 20 minutos. Dejé la bici en un costado del camino y subí a lo más alto. Por el puente pasaba el ferrocarril Rosario-Puerto Belgrano, debajo el camino a Ingeniero Balbín y el Ferrocarril San Martín, que partía de Retiro y se dirigía al Oeste, atravesando las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luís, Mendoza y San Juan. Fue formado al nacionalizarse los ferrocarriles, entre 1946 y 1948, ocupando las vías que pertenecían al Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico (BAP). Corrían trenes de carga desde y hacia el interior del país, servicios de pasajeros de larga distancia, servicios interurbanos entre localidades del interior y urbanos en el área del Gran Buenos Aires, entre Retiro y Pilar. El Expreso Libertador brindaba un servicio de lujo entre Retiro, Junín y Mendoza. Llevaba únicamente coches con camarote, pulman y contaba con restaurante, bar, coche cine y bandeja para automóviles. También circulaban El Cóndor y El Aconcagua, que se extendía hasta San Juan. En mis recuerdos está otro servicio, mucho más humilde pero que fue parte de mí vida: “El chacabuquero”. Llegar a lo alto del puente fue la primera gran aventura. Me sentía como sí hubiera hecho cumbre en el Aconcagua. El puente fue siempre un hito. Ya más grandes llegábamos a él en grupos, y sentados en su borde, solíamos fumar y hablar de nuestros temas tabúes, como el sexo. Y hasta hacíamos algunos concursos “muy especiales”. Los amigos que solían hacer esas excursiones eran, entre otros, “Meneco” Cencione, Aldo Sttafolani: “Guty” Pieralissi; Angelito Russo, “Negrito” Kessler”, “Flaco” Unsaín… El puente era también un punto de encuentro de linyeras. Allí conocí al primero de ellos. Ya les contaré esa historia. Pasaron los años y el puente dejó de tener valor estratégico. Los trenes desaparecieron… La última vez que estuve ahí fue e mediados de la década del 70, cuando comenzaron a producirse los primeros cambios en el régimen hídrico de la zona comprendida por el Noroeste de la provincia de Buenos Aires, Sur de Santa Fe y Córdoba y Sudeste de La Pampa. Sobrevinieron grandes inundaciones por la cantidad de lluvia y agravadas por el notable crecimiento del Río Quinto, en Córdoba y el desborde de los bañados que servían de contención. Lo cierto que Germania se inundó, y nosotros, de pronto, nos transformamos en pescadores. Armamos nuestras cañas, buscábamos los anzuelos correspondientes, las boyitas más coloridas que conseguíamos, debatíamos sobre las carnadas más eficientes, que iban de la tradicional lombriz, hasta la tripa de pollo, pasando por el bollito de polenta o la más sofisticada mojarrita que algunos conseguían en Junín. Sorprendidos, pescábamos donde meses antes había vacas, El lugar preferido era la zona del puente, ya que había altos terraplenes que nos permitían sentarnos y pacientemente sacar bagres, dientudos, ocasionalmente algún pejerrey. Y sí nos metíamos entre los pajonales, podíamos sacar alguna tararira, Una noche armamos una gran excursión de pesca, que tenía como atractivo, un asado hecho sobre las vías del Rosario-Puerto Belgrano. La comitiva estaba integrada por el “Chivo” Vicente, “Chacho” Taboada, el “Chino” Márquez, el “Negrito” Ríos, “Cahiche” Perugini, el “Polo” Ledesma, el papá del “Chivo” y quizás alguno más. Llegamos, nos alistamos para la pesca y el “Viejo” Vicente de preparó para hacer el asado. Era su responsabilidad. Lo olvidamos por completo, ya que había una pesca excepcional. Había pasado poco más de una hora y media y nos llama para comer. ¡El asado estaba listo! Prolijamente, nos lavamos las manos con el agua que había en uno de los bidones y nos dispusimos a comer. La noche era ideal, el vino “Toro viejo”… Todo estaba dado para disfrutar la comida. Pero… Quien pegó el primer mordisco, gritó: ¡Qué mierda tiene! (Creo que el “Chivo”). Con el segundo bocado, ya exploratorio sobrevino el veredicto: ¡Azúcar!.... Luego las risas atronaron el lugar. Por error el “Viejo” Vicente en vez de salar el asado, lo azucaró. Y abundantemente. Obviamente lo comimos igual. Lo raspamos, le pusimos sal, bastante chimichurri y lo regamos con más vino. Fue una buena reunión. Olvidamos la pesca y contamos algunas historias. Yo recordé esta, que podría llamar “Mí viejo y el tiempo”
“Mi viejo, me sorprendió cuando estaba creo que en tercer año de la secundaria, con una observación, que debe de haber leído en alguna parte: ― En este mundo todos somos un poco raros, menos vos y yo. Y no vayas a creer: vos también a veces tenés tus locuras. Por toda contestación, dirigí una mirada al reloj que ponía de noche en su mesa de luz y de día en su escritorio. Es un reloj al que primero se le rompió el vidrio y después se le cayeron las agujas. El viejo se había empeñado en no mandarlo a la relojería. El reloj andaba, es cierto. Pero, ¿para qué diablos puede servir un reloj así? ¡Si eso no es tener una cuota de locura...! Mi viejo, que era inteligente, adivinó en seguida lo que yo pensaba y aprovechó para darme una conferencia sobre su reloj en blanco: ― Mi reloj anda, y ése es tal vez el único defecto que le queda. Un reloj que anda es menos útil que un reloj parado... Y bien te podrías ahorrar esa sonrisita insolente. De un reloj que anda nunca sabrás si señala o no la hora exacta. El mismo reloj que da la hora oficial, confiesa una posibilidad de error de un décimo de segundo. En cambio, de un reloj parado se sabe que, por lo menos, dos veces diarias señala la hora exacta. Todo está en mirar el reloj en el momento oportuno. Tú no sabes en qué momento tienes que mirarlo para sorprenderlo señalando la hora exacta: pero eso no es culpa del reloj: es culpa tuya. Este reloj sin agujas es aún más exacto que los relojes parados. Es inútil que lo mires para saber qué hora es. Si el reloj estuviese parado, eso no te fastidiaría. Lo que te fastidia es que mi reloj no señale la hora y, sin embargo, marche. Y lo que más te fastidia es que yo todos los días le dé cuerda y que lo ponga aquí, sobre mi escritorio. Pero éste es un reloj despertador; y todas las mañanas suena a las siete en punto. Ya ves: mi reloj no tiene agujas y, sin embargo, anda bien. Por eso no quiero llevarlo a que le pongan las agujas. Si el relojero se equivoca y no se las pone con precisión (para lo cual tiene que tomar como guía otro reloj), el despertador dejará de tocar como hasta ahora a las siete en punto, para tocar a las siete y cuarto o a las siete y media. No me vengas ahora con que no te interesa mi reloj sin agujas. Yo sé que te intriga... Y es lógico porque con este reloj he realizado un milagro un poco difícil de explicar, como todos los milagros. Y especialmente difícil de explicártelo a vos, que hablas a veces de los tiempos nuevos y del nuevo ritmo de las cosas, y que a cada rato estás diciendo que es hora de hacer esto o aquello y que es hora de acabar con esto y con aquello. Lo que yo he conseguido, con este reloj, es quedarme solo. ¿Entendés? ... ¡Qué vas a entender! No quiero decir que me he quedado solo en el espacio: no. Me he quedado solo en el tiempo, que era lo que buscaba. No sincronizo con nadie. A mi reloj en blanco y a mí nos sucede lo que ya estaba dicho en los versos del Martín Fierro:
El tiempo sigue sus giros Y nosotros solitarios... Hay un momento, por la mañana ― cuando el reloj me anuncia que son las siete ―, en que sincronizo con vos, que tienes que ir al colegio. Pero en cuanto me despierto ya dejo de sincronizar porque me he quedado solo, sin hora, a pesar de que mi reloj marcha y es exacto. Mi reloj ya no señala ninguna hora: no me permite, nunca, saber qué hora es. Y, sin embargo, mi reloj no me deja nunca fuera del tiempo, como suponés. Mi reloj marcha y, por lo tanto, yo estoy en el tiempo aunque no veo las agujas. Para vos, es como un reloj parado. Pero no está parado: anda y anda bien. Yo lo oigo andar y sé que mide mi tiempo. A veces me quedo mirándolo y escuchándolo. Tic, tac... tic, tac... tic, tac... No tiene agujas: es cierto. Parece un reloj fantasma. Pero este reloj sin agujas es en definitiva el que marca su hora intachable, su hora que nunca yerra sobre el desmesurado cuadrante de la Tierra. Este reloj te ha hecho pensar que el chiflado soy yo. ¡A quién se le ocurre guiarse por un reloj así!... Pero es que éste es el reloj de las horas en blanco: de esas horas que no se apuran por mucho que vos estés apurado y por mucho que hablés del nuevo ritmo de los tiempos: de esas horas que vos, obsesionado por ese nuevo ritmo, acaso no llegués a conocer nunca. ¿Entendiste ahora qué significa mi reloj sin agujas? ... ¿No? ... Bueno, no importa”. Hasta la semana que viene.
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