Historias de Germania

LA BICI

Eduardo  Minervino

 

Ventanas abiertas al paso del tiempo,
espejos añosos, de nuestro pasado
imágenes clavadas en papeles viejos
sonrisas perennes impresas de antaño.

Solo fotos viejas, de pronto encontradas,
en el laberinto de unas viejas cajas,
colores opacos, casi desteñidos,
en blanco y en negro, nos golpeó la cara.

Era nuestro tiempo, lento transitaba,
eran nuestras horas, de vida tranquila,
era el que de eterno, diploma tenía, 
de sueños y ensueños, la existencia ungía. 

Tiempos sin apuros, que nada le urgía,
el que no pasaba, el que no se iba,
el que no sentía su meta fijada,
el que en absoluto, nada le importaba
. 

 

Tal vez el poema, el que ahora escribo,
si al pasar los años, alguien lo leyera,
cual foto antigua, amarilla, ocre,
abierta al pasado, será una ventana.

Poemas y fotos, dejaron grabadas
toda nuestra historia, con fama o sin fama
y en el laberinto de unas viejas cajas
nos dijo: ¡Mi amigo! Tu vida, se acaba.

 

Hay muchas maneras de recordar, de darle entidad al torbellino de imágenes, voces, sonidos y olores que  me invaden cada vez que pienso en mi niñez y juventud. Estoy seguro que el mejor tiempo para hacerlo es la noche, cuando el ruido de las obligaciones no interfiere en ese bello y sereno viaje a través del tiempo, que inevitablemente me deposita en los pueblos que me dieron los primeros momentos de felicidad, de tristeza, los primeros amores/desamores y los primeros dolores. Creo que el estado de ánimo de cada día condiciona la elección. Y hay una lucha continua entre la esperanza y la desesperanza. Los años pasan y en el otoño de la vida ya empiezo a vislumbrar el invierno.

Esa noche me acosté a oscuras. Quise volver sobre los recuerdos bellos pero no pude. Imagen tras imagen volvían momentos llenos de dolor y soledad. Muertes, fracasos, amores perdidos y desilusiones se continuaban. Un mundo ininteligible me abrumaba. El dolor de no tener certezas. Estuve a punto de prender la luz y abrir los ojos, pero me resistí. No, no otra vez, pensé. Quise volver sobre lo bello. Recordé las películas que vi en el cine de Germania  que me hicieron feliz y a los libros que amaba. Traté de no sentir la angustia por saber que esa noche, mi vida dependía de aquellos recuerdos y que terminaba siendo algo impersonal. Pero las historias de viajeros y caminantes, sordos, vaqueros, seres infernales y mundos fantásticos me llenaron de alivio. El dolor y el amor se juntaron. Mundos dulces y amargos en aquellas historias, en aquellos recuerdos.

No prendí la luz.

En la oscuridad, tomé el borrador del libro de cuentos que estaba escribiendo y lo apreté con fuerza contra el pecho. Un último recuerdo vino a mi mente: “Era una noche espléndida. Levantando el violín lo encajó sobre su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor” era mí párrafo preferido. Entonces, todo mejoró. Recordé una de las mejores noches vividas en el pueblo y no pude menos que sonreír. Fue una de las más largas. Había dispuesto no dormir. Casi lo logré, pero, finalmente, el sueño me pudo y…  Cuando desperté, junto a los zapatos que había lustrado pacientemente la tarde anterior, me esperaba la “bici”…. ¡La primera! ¡Llegaron los Reyes Magos! Finalmente, Gaspar, Melchor y Baltasar habían recibido mí carta, sugerida en su redacción final por el viejo que me dijo: “Una bicicleta y una pelota número 5 es mucho para los Reyes.  Deberías elegir un solo regalo. Además, pelota ya tenés…”  O sea que simplemente les pedí la bicicleta. Y ellos cumplieron.  Cuando salí de casa, nadie andaba por la calle. Era muy temprano de cualquier manera. La bici era verde, rodado mediano y sin rueditas de apoyo. Había aprendido a mantener un inestable equilibrio  gracias a las bicis prestadas y supuse que los Reyes sabían, por eso me habían traído una bici “de grande”.  Con coraje crucé la calle, llegué a la plaza y simplemente empecé a andar en bicicleta. Hábito que todavía mantengo, ya mayoría de mis traslados en Gesell los realizo en una moderna bicicleta.

A los pocos minutos comenzaron a aparecer los amigos del pueblo. No solo los del barrio ya que la plaza era naturalmente el punto de encuentro para los juegos infantiles. Y ese día, el de los Reyes fue el mejor de todos. Carentes de envidia y egoísmo, nos prestamos los regalos individuales y jugábamos con los que permitían la interacción. 

En Germania, el de mi niñez, hacía muchísimo calor en verano. Ese enero era un tiempo de sequía o al menos de lluvias escasas. Todavía no había asfalto y los días de viento, venían rodando, casi como en las películas de “Cowboys”, rollos de morenita, una planta pequeña, siempre seca, que usábamos para las grandes fogatas de San Juan y San Pedro, una de las festividades que reunía a todo el pueblo alrededor de los grandes fuegos que se hacía en cada barrio.

Las calles de Germania, estaban invadidas, además de la morenita, por tierra y  por oleadas inacabables de mariposas, de todos los colores que pasaban, pasaban y pasaban… Nosotros solíamos cazarlas, con cierta ferocidad,  con rama de tamarisco u otra especie arbórea, que necesariamente debía ser flexible,  solo por el hecho de… No sé, cual, en realidad… Pero lo hacíamos. La tierra volando, era patrimonio del verano a la mañana o a la siesta, ya que el viejo regador, pasaba cuando el sol ya no quemaba tanto, al atardecer. El pueblo, a la hora que no había viento, cuando refrescaba, tenía las calles húmedas... En el pico del calor... Nada...  Viento... Tierra... Y mariposas.

Para muchos de nosotros la emoción llegaba con el regador. El motor del viejo camión  se escuchaba desde lejos como un inconfundible rumor opacado por el ruido del agua y su gran presión. Inmediatamente corríamos a sentarnos en el borde de la vereda, calculando si el chorro nos alcanzaría o pasaría apenas salpicando.

Todo dependía de la presión que el chofer le impusiera. Si con suerte venía uno con ganas de divertirse, aumentaba la presión; entonces, el chorro crecía hasta cubrir la mitad de las veredas obligándonos a escapar y pegar la espalda contra el tapial entre risas nerviosas. Claro que alguno de nosotros aceptaba gustoso el reto y se dejaba envolver por el enorme chorro, mientras las chicas gritaban  con una mezcla de horror, admiración y algo de envidia. Tras el paso del camión, el barrio quedaba perfumado por el inconfundible aroma de la tierra mojada.

La magia inconmensurable del camión regador sólo la puede comprender quien la haya disfrutado. Su paso traía alegría, plenitud, los chorros que derramaba en forma de abanico se depositaban sobre las calles polvorientas e inundaban todo con la fragancia de la tierra mojada. A veces, teníamos la dicha de ver formarse un arco iris cuando los rayos del sol atravesaban las gotitas.

Vuelvo a la bici. Unos de las grandes cuestiones a superar cuando niños era la distancia. No me refiero a la que hoy me duele, la de los centenares de kilómetros que me separan de Germania. Hablo de la que marcaban los límites que nos marcaban nuestros padres a las propias limitaciones de la edad. Apenas con algunos meses, nos metían en el corralito y tras los barrotes de madera, veíamos pasar la vida. Cuando dábamos los primeros pasos, dentro del andador nos movíamos en un reducido ámbito, siempre cerca de quien nos cuidaba, tiempo después el límite ya era la casa, luego el patio, seguía la vereda, la casa de la vecina de al lado, después la de enfrente y así, lentamente le íbamos ganando metros a la vida. Cuando andaba por los 10 años, más o menos, llegué por primera vez al “Puente de Balbin” o el de “El Peregrino”. A pocos kilómetros de Germania era para esa edad más o menos como ir a Europa. Lo hice sin permiso, una mañana estrenando mí primera bicicleta de carrera que reemplazó a la que me habían dejado los Reyes Magos. Era una “Durifort”, promocionada como “la más liviana del mundo”. Pedaleando duro por la tierra suelta, con tubos y una relación corona – piñón demasiado compleja, llegué al objetivo en unos 20 minutos. Dejé la bici en un costado del camino y subí a lo más alto. Por el puente pasaba el ferrocarril Rosario-Puerto Belgrano, debajo el camino a Ingeniero Balbín y el Ferrocarril San Martín. Era el final de esa, la primera aventura. Me sentía como sí hubiera hecho cumbre en el Aconcagua.

El puente fue siempre un hito. Ya más grandes llegábamos a él en grupos, y sentados en su borde, solíamos fumar y hablar de nuestros temas tabúes, como el sexo. Y hasta hacíamos algunos concursos “muy especiales”. Los amigos que solían hacer esas excursiones eran, entre otros,  “Meneco” Cencione, Aldo Sttafolani: “Guty” Pieralissi; Angelito Russo, “Negrito” Kessler”, “Flaco” Unsaín… El puente era también un punto de encuentro de linyeras. Allí conocí al primero de ellos. Ya les contaré esa historia.

La última vez que estuve ahí fue a mediados de la década del 70, cuando comenzaron a producirse los primeros cambios en el régimen hídrico de la zona comprendida por el Noroeste  de la provincia de Buenos Aires, Sur de Santa Fe y Córdoba y Sudeste de La Pampa. Sobrevinieron grandes inundaciones por la cantidad de lluvia y agravadas por el notable crecimiento del Río Quinto, en Córdoba y el desborde de los bañados que servían de contención. Lo cierto que Germania se inundó, y nosotros, de pronto, nos transformamos en pescadores. Armamos nuestras cañas, buscábamos los anzuelos correspondientes, las boyitas más coloridas que conseguíamos, debatíamos sobre las carnadas más eficientes, que iban de la tradicional lombriz,  hasta la tripa de pollo, pasando por el bollito de polenta o la más sofisticada mojarrita que algunos conseguían en Junín. Sorprendidos, pescábamos donde meses antes había vacas, El lugar preferido era la zona del puente, ya que había altos terraplenes que nos permitían sentarnos y pacientemente sacar bagres, dientudos, ocasionalmente algún pejerrey. Y sí nos metíamos entre los pajonales, podíamos sacar alguna tararira,

Una noche armamos una gran excursión de pesca, que tenía como atractivo, un asado hecho sobre las vías. La comitiva estaba integrada por el “Chivo”  Vicente, “Chacho” Taboada, el “Chino” Márquez, el “Negrito” Ríos, “Cahiche” Perugini, el “Polo” Ledesma, el papá del “Chivo” y quizás alguno más. Llegamos, nos alistamos para la pesca y el “Viejo” Vicente se preparó para hacer el asado. Era su responsabilidad. Lo olvidamos por completo, ya que había una pesca excepcional. Había pasado alrededor de una hora y media y nos llama para comer. ¡El asado estaba listo! Prolijamente, nos lavamos las manos con el agua que había en uno de los bidones y nos dispusimos a disfrutar del asado bajo la luz de la luna, y un farol también, claro…. La noche era ideal, el vino  “Toro viejo”… Todo estaba dado para disfrutar la comida. Pero… Quien pegó el primer mordisco, gritó: ¡Qué mierda tiene!  (Creo que el “Chivo”). Con el segundo bocado, ya exploratorio sobrevino el veredicto: ¡Azúcar!.... Luego las risas atronaron el lugar. Por error el “Viejo” Vicente en vez de salar el asado, lo azucaró. Y abundantemente. Obviamente lo comimos igual. Lo raspamos, le pusimos sal, bastante chimichurri y lo regamos con más vino. Fue una buena reunión. Olvidamos la pesca y contamos algunas historias.

Pasaron los años y el puente dejó de tener valor estratégico. Los trenes desaparecieron… Pero sigue allí. Y cada vez que paso por debajo, aparecen las fotografías en mí mente.

¿Qué estas notas tienen que ver con la nostalgia? Claro… Sí… y con las añoranzas... No es necesario perder las cosas para extrañarlas. Alcanza con estar lejos…

Después de tantos años,
a  los recuerdos y las personas idas,
los siento mejor ahora,

están repletas de sentimientos;
y desde este día abro mi puerta al recuerdo de mi sueño:
cada mañana vivida ayer,
cada aurora más firme de esperanza,
me miran en la memoria
formando una sola imagen de tranquilidad y ternura.
Es el pueblo de mis amores:
caras de bienvenida,
la casa de los primeros años,
los lugares de mis juegos,
los amigos de la infancia,
las primeras palabras de cariño,
los siento mejor ahora, con mis años repletos de vivencias;
y desde este día abro mi corazón a las voces y sonidos de mi mente

A todo lo siento mejor ahora,

las imágenes están repletas de  cariño;
y desde este día abro mi alma a mi pueblo:
canto, lloro y sonrío,
no es porque lo he perdido,
es tan sólo que sin él, ahora, siento frío.

 

ATRÁS   ADELANTE