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Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

LAS GAVIOTAS

Un cuento de Eduardo Minervino las gaviotas, amor.

 

Son las gaviotas mi amor

las lentas, altas gaviotas.

Mar de invierno.

El agua gris mancha de frío la playa.
Tus piernas, tus torneadas  piernas,
enternecen a las olas.
Un cielo sucio se vuelca sobre el mar.

El viento borra las huellas en la arena.

Los aburridos charcos de sal y de frío
copian tu luz y tu sombra.
Algo gritan, en lo alto,
que tú no escuchas, absorta.

Son las gaviotas, amor.
Las lentas, altas gaviotas

 

 

Germán no había encontrado aún su lugar en el mundo.

Desde que salió del pequeño pueblo que lo vio nacer, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, cerca del límite con Santa Fe, se transformó en errante viajero con sus mochilas a cuesta. Una con la ropa y algunos objetos queridos. La otra con sus despedidas y soledades. Vivió algunos amores y muchos amoríos. En algún pueblo le pareció que empezaba a echar raíces, pero al poco tiempo, decidía seguir su peregrinaje. Lentamente se fue acercando al mar. Se sentía cómodo, lo vivía, como si hubiera sido parte de el. Estando en España, un día sintió el irrefrenable deseo de volver a la Argentina. Lo hizo, y antes de llegar a su pueblo, ubicado a 700 kilómetros del Atlántico, quiso pasar algunos días en una playa. Así llegó a Villa Gesell.  Como siempre, apenas hubo dejado el equipaje en un hotel, salió a conocer el lugar. Lo hacía utilizando sus cinco sentidos. “ Todo me importa en cada sitio – pensaba desde siempre – el paisaje se ve, se oye, se toca, se huele, se saborea ... Como la mujer ... Cuando todos los sentidos dicen si ... Se goza intensamente”.

Fue al bosque. Se confortó con el canto de los pájaros, reconoció decenas de árboles, tocó cientos de hojas, olió decenas de flores, tuvo en su boca sus pétalos y descubrió otros sabores. Cuando se estaba acercando al Museo, se cruzó con una persona. Recordó algo de la historia de la villa, y aprovechó para preguntarle por la casa de don Carlos Gesell. “Esta fue una de ellas – le contestó mirando hacia  Museo  - La otra, la última donde vivió, está un poco más allá – agregó señalando hacia el mar”.  Le agradeció y se encaminó hacia allí. Llegó al chalé recorriendo un camino breve, rodeado de añosa vegetación. Apenas lo tuvo ante sus ojos, sintió un raro escozor. “Yo estuve acá – pensó – a este lugar lo conozco”. Pudo entrar a la casa, hoy transformada en lugar histórico y sentir la energía que existía en la misma. “No cabe duda que la fuerza del viejo, todavía está aquí. El hizo de la nada un lugar mágico... Quizás...” sacudió la cabeza, le echó la última mirada, salió y encaminó sus pasos hacia el mar.

Allí, sintió que el júbilo lo invadía,  como cada vez que estaba frente a él. Hinchó sus pulmones para meter en ellos la sal y el yodo, tocó la arena, se mojó los labios con el agua, dejó que su vista se perdiese en el horizonte y se dispuso a escuchar el sonido que producen las olas cuando rompen en la playa. Pero, en esa ocasión, su oído prestó atención al graznido de las gaviotas. Las miró volar en círculos sobre el y las distinguió de las tantas que había visto en su travesía hacia ningún lugar. “Parecen ángeles, estas gaviotas son diferentes a todas – se dijo – este lugar es diferente a todos”. Emprendió el camino de regreso por la playa. De norte a sur. Apenas había recorrido algunas cuadras, cuando le llamó la atención el grupo de niños que jugaban alegremente alrededor de una mujer. Tenía el cabello rubio, que se mecía en el viento. Su risa cantarina era algo notable. Al acercarse a ella, pudo verla en su plenitud. Era muy bella, de suaves facciones y ojos mansos. Se quedó parado a su lado. La mujer lo miró sorprendida, pero solo por un par de segundos. “Buenas tardes – le dijo – ¿necesita algo?”                                                                                                                                                              

Su voz le resultó encantadora. “No... Gracias  - le dijo – O si bah... ¿Qué hace usted con tantos chicos? “

“Nada especial – le contestó – simplemente vienen hacia mí, y yo hablo con ellos... Le enseño a cuidarse...” En ese preciso momento, quedaron solos.  Saludando con la mano, mientras corrían hacia la Avenida Costanera, los chicos desaparecieron apenas transpuesta la rambla.

Germán levantó la vista al cielo, intuitivamente, y vio, como silenciosamente, una gran cantidad de gaviotas, volaba sobre ellos. La mujer se dio cuenta y le dijo: “Las gaviotas son ángeles... Los ángeles de la playa. Protegen a quienes son puros de corazón, a los débiles y a los pobres. Y a los pescadores.”

Germán no se sorprendió, ya que, poco antes, apenas hubo llegado al  mar de la villa, tuvo esa idea.

“Bien – le dijo – así debe ser”.

“Voy caminando hacia el muelle”– le dijo la mujer.

“La acompaño, si no le molesta”– le dijo.

Estaban a casi 30 cuadras del lugar. Pero el camino les pareció muy corto. Germán se enteró que se llamaba Gabriela. Cuando llegaron al muelle, ella subió rápidamente. Le pidió que la aguardara unos minutos, ya que quería estar sola.

Germán encendió un Benson y observó como  llegaba al punto extremo y se acodaba en la baranda de protección. Allí se quedó por algunos minutos. Cuando empezaba su regreso, salió a su encuentro. Se sorprendió al notar que los ojos de Gabriela estaban enrojecidos. Ella, se anticipó a su pregunta: “No me pasa nada, es que allá, en el muelle, el viento...”. Ya estaba obscureciendo. Germán la invitó a tomar un café. “Debe haber algún lugar por acá”. “ Hum – dijo ella – No creo. En esta época del año... Pero, podemos tomar algo en mí casa. Quizás hasta tenga café. Vivo allí”– agregó señalando un edificio ubicado enfrente.

Hacia el se dirigieron. Pocos minutos después estaban sentados en un sofá, ubicado junto a un gran ventanal que permitía ver al muelle, ahora iluminado en toda su extensión. Les resultó muy sencillo el diálogo. Germán le comentó su extrañeza por la actitud de las gaviotas. “Eran ruidosas cuando estaban sobre mí. Volaban en silencio cuando nos encontramos”.

“Te dije que eran ángeles. Algunos de ellos, bajan a la tierra. Tienen que cumplir una misión Y su presencia en ella, dura, precisamente hasta el momento en que esta se cumplió. Ni un día menos, ni un día más”

Germán tomó su mano y sintió la suavidad y el calor de su piel. Disfrutó el suave perfume que emanaba su cuerpo. Un aroma muy raro, que jamás había conocido en ningún rincón del mundo. Gabriela puso su otra mano sobre la de él y lo miró con dulzura. Germán, lentamente, fue acercando su boca la de ella. Sus labios apenas se rozaron y sus alientos de mezclaron. Cuando el intentó, con ansiedad, avanzar sobre su cuerpo, Gabriela, lo detuvo y suavemente se levantó del sofá. Mirándolo de manera muy especial, comenzó a desnudarse sin prisa. Sonreía mientras lo hacía. Cuando la última prenda hubo quedado en el suelo, extendió sus manos. Germán, también se desnudó y avanzó hacia ella. Lo acarició con suavidad, recorriendo cada centímetro de su piel con la yema de sus dedos y logró que Germán respondiera de la misma manera.  Luego de reconocerse en cada beso y en cada caricia, en silencio, volvieron al sofá. Sin urgencias volaron a las más altas cimas del placer. Se sintieron una sola persona. Apenas había salido el sol se despertaron, ya que la luz del amanecer entraba a pleno en la habitación. Decidieron bajar a la playa y allí se quedaron por varios minutos. Volvieron al departamento, y nuevamente hicieron el amor. Transitaron por lugares diferentes. Jamás recorridos por ninguno de los dos. A Germán le costó volver al hotel. De cualquier manera, habían acordado que se volverían a encontrar por la tarde, en el muelle.

A la hora indicada, se dirigió a la cita.

Gabriela estaba hablando con un grupo de pescadores. Estos la escuchaban con atención. Cuando lo vio, lo invitó a que se acercara al grupo. Así lo hizo y se mezcló con los hombres que supo luego, concurrían habitualmente al muelle, a buscar el sustento para sus familias. Uno de ellos, de aspecto rudo le dijo “Siempre   que ella está con nosotros, pescamos muchísimo más. Ella hace milagros. De no sacar nada, pasamos a llenar nuestros baldes” Gabriela sonrío. Germán notó que nuevamente, las gaviotas volaban a su alrededor. “Los ángeles  que aún no bajaron a la tierra” - le dijo ella – mientras tomaba su mano.  Se besaron y emprendieron el camino hacia el departamento de Gabriela. Se miraron a los ojos, y sin decir palabras, hicieron el amor. Fue más fuerte todo que el primer día. Cuando Germán encendió un cigarrillo, notó que ella estaba llorando. Se secó las lágrimas con el anverso de la mano, se vistió lentamente y le dijo  que la esperara, que bajaba a la playa  y enseguida regresaba. Lo besó y Germán sintió que lo invadía una fuerza extraña.  En ese momento decidió que Villa Gesell era su lugar. Y que Gabriela era su amor. Había acabado su búsqueda. “Por fin – se dijo – ya era hora.  Mis raíces finalmente,  se enterrarán profundamente”.

Le extraño la demora de Gabriela. Bajó a la playa y al no verla,  preguntó a quienes estaban por ahí.  La única respuesta que obtuvo fue que la habían visto subir al muelle y dirigirse hasta el punto más extremo. Nadie la vio bajar.

Fue hacia ese lugar. Las gaviotas estaban sobre el. Lo sobrevolaban en silencio. Una de ellas, se separó por un instante del grupo y se le acercó  por unos segundos. Luego se unió al resto y volaron mar adentro.

Desde ese día Germán vive en Gesell.

Todas las tardes camina por la playa camino al muelle.

Allí se sienta a mirar el volar de las gaviotas.

Los viejos pescadores dicen que habla con ellas.

 

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