Sobre el amor y otras ausencias BITÁCORA DE UNA NOSTALGIA
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Abril No tengo idea cuánto tiempo haya pasado. Hoy tu recuerdo hizo el desayuno. Cocina muy bien y sus piernas son más bellas que las tuyas. De hecho me parece que tiene todas tus cualidades, pero mejoradas. Esta noche pienso comprobarlo. Por favor, no se te ocurra volver.
SE SUPONE QUE DEBÍA LLORAR Eduardo Minervino
Lo lógico era que yo debía estar llorando. Todo había sucedido
como yo no quería que sucediese: la despedida inconclusa, una
tarde fría y lluviosa en la fría Villa de otoño, las palabras
que nunca se dijeron, el nudo en la garganta, la pena compartida
y la impotencia de no poder hacer ya nada más.
Sobre el teatro y sus duendes EL FINAL FINAL Un cuento de Eduardo Minervino
Cuando le dieron la mala noticia, la de su cáncer terminal, el actor se puso la careta de comedia y mostró una mueca de lo más parecida a una sonrisa. Si lloró lo hizo a solas, cuando los hombres representan su verdadero papel. Le pareció apropiado, dadas las circunstancias, montar una obra sobre los asesinatos de Julio César y Abraham Lincoln. Se trataba de un monólogo sobre la ilusión del poder, la traición y la levedad del ser. Un monólogo donde su voz se volvía muchas voces. La de la víctima y la de los criminales. La mímica dentro de la textura de la obra sumó otro color a su paleta actoral. Un avispado periodista difundió la noticia: "Actor decide representar su propia muerte". Ese titular apareció en los periódicos. "A sabiendas de que padece una enfermedad incurable, decide montar una obra en la que espera morir en plena actuación...", decía el artículo. En los medios se desató una polémica sobre si era ético o no banalizar la muerte de esa manera. Hasta la Iglesia metió su cuchara. Esto le dio a la obra más vuelo publicitario. El morbo llenó el teatro y todos los días la gente hacia cola en la calle porque no quería perderse el desenlace. ¡Una muerte de verdad en pleno escenario!, cuchicheaba la gente en la puerta del teatro. “Estertores”, tal era el nombre del montaje, se mantuvo en cartelera más del tiempo que el médico había diagnosticado que duraría el actor. Teóricamente, debía vivir a lo sumo ocho meses pero había pasado un año y seguía vivo. El público se sintió estafado y dejó de acudir al teatro. Les pareció una burla el "Véala hoy que mañana puede ser muy tarde..." del anuncio publicitario. - Dejate de romper las bolas y morite de una vez. Estamos perdiendo dinero y prestigio con este montaje- lo atormentaba su desesperado productor. -Las quejas, al médico-, se defendía el actor. -Habrá que demandarlo por daños y perjuicios - sugirió el productor. La obra se mantuvo otras seis semanas hasta que en la función del jueves femenino -ese día las mujeres pagaban la mitad- el actor, que en ese momento representaba los últimos minutos de vida del presidente Lincoln, recibió un disparo en la nuca. ¡Pero uno de verdad! Esa noche no había ni veinte personas sentadas en las butacas. El actor se desplomó y yacía boca bajo cuando una aureola de sangre le apareció alrededor de la cabeza. -¡Está muerto! ¡Está muerto!... ¡Le han matado!, gritó el tramoyista. Entonces, el público se puso de pie y empezó a aplaudir. Primero uno, luego otro y después otro y otro hasta que todos los aplausos juntos se hicieron ovación. Hay quienes vieron al médico que le diagnosticó la enfermedad huir de la escena del crimen. Otros dicen que fue el productor de la obra el que le metió el tiro en la cabeza. La policía sigue investigando.
Unos minutos de distracción EL JUICIO A LA ¿QUÉ? Divagaciones nocturnas y cuasi etílicas de Eduardo Minervino
No entiendo”, “No imagino”, “No tengo claro”: estas líneas están enfermas de perplejidad. Muy lejos de jactarme de entender cuanto me parece incomprensible, insisto en no reivindicar, al respecto de los símbolos patrios y las formas de honrarlos o deshonrarlos, más certeza que la de mis dudas. Quiero entender pero no lo consigo, y hay días en que me levanto tan imbécil que me gana la risa. Perdón, señores jueces, pero es que ese poema sobre el cual deberán dictar sentencia me produjo una hilaridad incontrolable, tanto como las estampitas que por años busqué en papelerías para hacer todas esas tareas de civismo repletas de palabrería hueca, pergeñadas sin otra convicción que el miedo a reprobar ni más entendimiento que el del sobreviviente abyecto. Y lo peor del asunto es que creo que me río por la peor de las causas: como tantos babosos infumables, no entiendo y me da risa. Así es el miedo a veces; lo hace a uno reír. Sigo, pues, con las dudas. Decía Borges que eso de “literatura comprometida” le sonaba a algo así como “equitación protestante”, y ello me lleva a colegir, no sin algún confort providencial, que el autor de El Aleph también tendría sus dudas —risueñas, ojalá— en cuanto a ciertos poemitas a la bandera. Pero de ahí a hostilizar a los símbolos patrios (situación concebible en los juegos de niños, cuando uno fácilmente declaraba la guerra a hormigas, pupitres o fantasmas) hay un mar de abstracción que es preciso ser loco para cruzar y estúpido para intentar llevar a juicio. Más estrambótico aún: juicio penal. ¿O sea que la gente va a la cárcel por escribir “contra” los símbolos patrios? Cometer un delito así me exige una capacidad ilimitada de fantasía, de la cual por fortuna no dispongo, pues si así fuera cargaría con una bochornosa fama de lunático. Por eso me pregunto si habrá un juez lo bastante inteligente, y a la par una ley lo bastante juiciosa, para enviar al poeta blasfemo no a una ergástula infame, ni a un exilio forzoso, sino a un curso de poesía y poética. Y aquí sí no me cabe la mínima duda: sentenciar al poeta jodido a un semestre con Mario Benedetti le haría un bien indiscutible a él, y de paso un servicio a la Patria, que ya no pasaría la vergüenza de que sus hijos iconoclastas tuviesen tan mal gusto en materia de lírica, justo en el país de José Hernández, Borges y Germán Delgado. Ahora bien: tampoco me he propuesto declararle la guerra al mal gusto. Sin él, de hecho, la vida sería punto menos o más que intolerable. ¿A quién le gustaría escuchar la Oración a la bandera en el taxi, el restaurante o el prostíbulo? No, señores fiscales y poetas malitos que los desvelan, me van a perdonar pero ese espacio pertenece a Andrés Calamaro, a Joaquín Sabina o a Joan Manuel Serrat, o a la misma Nacha Guevara, pues sin ellos tendríamos que vivir bajo la tiranía de un paisaje perpetuamente exquisito, de modo que en un tris la exquisitez sería mera ordinariez. Defiendo mi derecho a ser kitsch, y a mentir, si es preciso, en mi defensa, pero no acabo de entenderlo como obligación; menos aún como dogma. ¿Tengo acaso una patria pétrea, rígida, indeformable? ¿Una patria que no oye ni entiende y se conforma con la mera pantomima de quienes se le rinden sin conciencia ni honestidad siquiera? ¿Una patria dictatorial de origen? ¿Está entre las atribuciones de jueces y fiscales definir el concepto de Patria, jerarquizar sus símbolos y valores, erguirse en Santa Inquisición, ejercer la crítica literaria, protegernos del vandalismo poético? Si es así, bien harían en revisar la Constitución Nacional: seguro que contiene herejías suficientes para purgar la memoria del poeta. Luego pueden seguirse con la prosa: ¿Cómo es que Terra Nostra no se llama, mejor, Nuestra tierra? ¿Y qué tal si a El Código Da Vinci lo ubicamos en Villa Fiorito? Señor juez: me acuso de iniciar con una frase de Frank Zappa para luego escribir sobre símbolos patrios. No reclamo inocencia, sino apenas el atenuante de la ignorancia. Le ruego me sentencie a quedarme así.
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