• Sobre el amor y otras ausencias

    BITÁCORA DE UNA NOSTALGIA

     

    12 de Febrero
    Aeropuerto. Sostuve tu mano y luego, un poco más, tu mirada. Después avanzaste hacia la sala de espera. Ahí empezó la agonía, mientras observé cómo te alejabas.

     

    14 de Febrero
    El lugar común dice que siempre es más difícil para el que se queda que para quien se va. Es cierto. Me acosa la cercanía de los objetos que me traen tu recuerdo; hasta la rutina es una trampa insalvable. Todas las cosas que te pertenecen, todas las que alguna vez rozó el aire de tu falda, me tienen sitiado. Hoy tu cepillo de dientes estuvo a punto de provocarme una crisis nerviosa.

     

    20 de Febrero
    Ayer llegó una carta tuya. Lleva 36 horas sobre la mesa del comedor, cerrada, como un pequeño ataúd. He decidido no abrirla. ¿Qué estarás haciendo justo en este momento? Decidimos no fijar reglas, tal vez fue lo mejor, pero ahora me siento como un barco sin ancla, sin vela, sin viento.

     

    24 de Febrero
    Hoy decidí no invocarte sino una vez cada quince días. Nada más. Será la ceremonia de tu presencia ausente que te mantendrá próxima a mí. Ninguna comunicación. Tus cartas permanecerán cerradas. He desconectado el teléfono. En tanto más te extrañe más estarás conmigo.

     

    27 de Febrero
    No pude hacerlo. Un telegrama te desencadenó entera. La tentación es sal en la herida de mi angustia, pero debo resistir. Sólo quiero escuchar lo que tu recuerdo me susurra al oído.

     

    11 de Marzo
    Hoy se cumple el primer plazo de dos semanas. Apenas puedo creerlo. Ha sido una batalla terrible, devastadora. Sin embargo, la facilidad con que tu recuerdo convive conmigo me lo ha hecho posible.

     

    25 Marzo
    Una vez más logré no invocarte en estos quince días, no hablar contigo mentalmente, no pensarte. Pero tu recuerdo no ceja de tomar por asalto mis ratos muertos, mis sueños, mis noches. Comienzo a disfrutar su presencia.

     

    Abril

    No tengo idea cuánto tiempo haya pasado. Hoy tu recuerdo hizo el desayuno. Cocina muy bien y sus piernas son más bellas que las tuyas. De hecho me parece que tiene todas tus cualidades, pero mejoradas. Esta noche pienso comprobarlo. Por favor, no se te ocurra volver.

     

     

    SE SUPONE QUE DEBÍA LLORAR

    Eduardo Minervino

    Lo lógico era que yo debía estar llorando. Todo había sucedido como yo no quería que sucediese:  la despedida inconclusa, una tarde fría y lluviosa en la fría Villa de otoño, las palabras que nunca se dijeron, el nudo en la garganta, la pena compartida y la impotencia de no poder hacer ya nada más.
    Sin embargo y sin una gota de alcohol la paz me acompañaba. Como si se tratara de su mano tibia y no otra la que aún tocaba mi frente.
    No quería abrir los ojos, tampoco quería esa ajena y tibia mano lejos de mi frente. No había miedo, sin embargo supuse que no se trataba de un simple accidente. Era algo más serio. Como si mis huesos ya no me acompañaran, como si el frío no existiera. Sólo existía mi frente y una tibia mano de quién sabe quién. Era todo tan extraño. Sólo hace algunos minutos ella había dado por terminada la conversación. Dio media vuelta con la soberbia que la caracterizaba la vi perderse camino a la playa, donde vivía. Yo, inmovilizado por la pena, no variaba ni un centímetro mi posición. Fue una simple discusión según mi parecer, diferencias irreconciliables para ella.
    El hecho es que aquella discusión es lo último que me queda de nosotros juntos. Nunca más estuvimos solos. Nunca más la vi. Nunca más me vio. Y en una actitud casi enfermiza, me propongo perpetuar ese instante doloroso por no dejar de mirarla. Como si quisiera alejarme de espaldas por no dejar de mirar.
    Ella se había ido, confiada en su decisión. Segura quizás hasta hoy que los fines de historia no son tan tristes como suelen decir, y que absolutamente nadie, jamás ha muerto de amor.
    Recuerdo que pasaron unos segundos después de su partida, no más de cuarenta, cuando en medio de mi perplejidad de pronto y sin aviso, tenía frente a mí un 504 que iba por la tres.  Seguramente el chofer no me vio. Estaba lloviendo, oscuro, eran cerca de las 8:30 de la noche y los ánimos no están para suspicacias. Recuerdo muy bien cuando lo tuve frente a mí, exactamente un centímetro antes del impacto, juro que recuerdo a perfección ese breve instante. Fue el momento en que más vivo me sentí. Entonces sólo sentí mis huesos estallados volando y sin control. En un instante me encontraba a 20 metros del lugar en que ella me había roto el corazón. 20 metros. Y ahora con los huesos y la frente destrozados. La memoria la tengo intacta. La dicha que alguna vez me dio también. Y el corazón más roto aún.
    Se supone que debía llorar. Era todo perfecto: Los huesos y el corazón destrozados eran razón suficiente.
    Ella nunca más oyó hablar de mí. Tampoco se enteró de las sangrientas consecuencias de su adiós repentino. Hoy el mármol habla por mí. Ahí están escritos las fechas, el epitafio y mi eterno nombre

     

    Sobre el teatro y sus duendes

    EL FINAL FINAL

    Un cuento de Eduardo Minervino

     

    Cuando le dieron la mala noticia, la de su cáncer terminal,  el actor se puso la careta de comedia y mostró una mueca de lo más parecida a una sonrisa. Si lloró lo hizo a solas, cuando los hombres  representan su verdadero papel.

    Le pareció apropiado, dadas las circunstancias, montar una obra sobre los asesinatos de Julio César y Abraham Lincoln. Se trataba de un monólogo sobre la ilusión del poder, la traición y la levedad del ser. Un monólogo donde su voz se volvía muchas voces. La de la víctima y la de los criminales. La mímica dentro de la textura de la obra sumó otro color a su paleta actoral.

    Un avispado periodista difundió la noticia: "Actor decide representar su propia muerte". Ese titular apareció en los periódicos. "A sabiendas de que padece una enfermedad incurable, decide montar una obra en la que espera morir en plena actuación...", decía el artículo.

    En los medios se desató una polémica sobre si era ético o no banalizar la muerte de esa manera. Hasta la Iglesia metió su cuchara. Esto le dio a la obra más vuelo publicitario.

    El morbo llenó el teatro y todos los días la gente hacia cola en la calle porque no quería perderse el desenlace. ¡Una muerte de verdad en pleno escenario!, cuchicheaba la gente en la puerta del teatro.

    “Estertores”, tal era el nombre del montaje, se mantuvo en cartelera más del tiempo que el médico había diagnosticado que duraría el actor. Teóricamente, debía vivir a lo sumo ocho meses pero había pasado un año y seguía vivo. El público se sintió estafado y dejó de acudir al teatro. Les pareció una burla el "Véala hoy que mañana puede ser muy tarde..." del anuncio publicitario.

    - Dejate de romper las bolas y morite de una vez. Estamos perdiendo dinero y prestigio con este montaje- lo atormentaba su desesperado productor.

    -Las quejas, al médico-, se defendía el actor.

    -Habrá que demandarlo por daños y perjuicios - sugirió el productor.

    La obra se mantuvo otras seis semanas hasta que en la función del jueves femenino -ese día las mujeres pagaban la mitad- el actor, que en ese momento representaba los últimos minutos de vida del presidente Lincoln, recibió un disparo en la nuca. ¡Pero uno de verdad!

    Esa noche no había ni veinte personas sentadas en las butacas.

    El actor se desplomó y yacía boca bajo cuando una aureola de sangre le apareció alrededor de la cabeza.

    -¡Está muerto! ¡Está muerto!... ¡Le han matado!, gritó el tramoyista.

    Entonces, el público se puso de pie y empezó a aplaudir. Primero uno, luego otro y después otro y otro hasta que todos los aplausos juntos se hicieron ovación.

    Hay quienes vieron al médico que le diagnosticó la enfermedad huir de la escena del crimen. Otros dicen que fue el productor de la obra el que le metió el tiro en la cabeza. La policía sigue investigando.

     

    Unos minutos de distracción

    EL JUICIO A LA ¿QUÉ?

    Divagaciones nocturnas y cuasi etílicas de Eduardo Minervino

                                  

    No entiendo”, “No imagino”, “No tengo claro”: estas líneas están enfermas de perplejidad. Muy lejos de jactarme de entender cuanto me parece incomprensible, insisto en no reivindicar, al respecto de los símbolos patrios y las formas de honrarlos o deshonrarlos, más certeza que la de mis dudas. Quiero entender pero no lo consigo, y hay días en que me levanto tan imbécil que me gana la risa. Perdón, señores jueces, pero es que ese poema sobre el cual deberán dictar sentencia me produjo una hilaridad incontrolable, tanto como las estampitas que por años busqué en papelerías para hacer todas esas tareas de civismo repletas de palabrería hueca, pergeñadas sin otra convicción que el miedo a reprobar ni más entendimiento que el del sobreviviente abyecto. Y lo peor del asunto es que creo que me río por la peor de las causas: como tantos babosos infumables, no entiendo y me da risa. Así es el miedo a veces; lo hace a uno reír.

    Sigo, pues, con las dudas. Decía Borges que eso de “literatura comprometida” le sonaba a algo así como “equitación protestante”, y ello me lleva a colegir, no sin algún confort providencial, que el autor de El Aleph también tendría sus dudas —risueñas, ojalá— en cuanto a ciertos poemitas a la bandera. Pero de ahí a hostilizar a los símbolos patrios (situación concebible en los juegos de niños, cuando uno fácilmente declaraba la guerra a hormigas, pupitres o fantasmas) hay un mar de abstracción que es preciso ser loco para cruzar y estúpido para intentar llevar a juicio. Más estrambótico aún: juicio penal. ¿O sea que la gente va a la cárcel por escribir “contra” los símbolos patrios?  Cometer un delito así me exige una capacidad ilimitada de fantasía, de la cual por fortuna no dispongo, pues si así fuera cargaría con una bochornosa fama de lunático. Por eso me pregunto si habrá un juez lo bastante inteligente, y a la par una ley lo bastante juiciosa, para enviar al poeta blasfemo no a una ergástula infame, ni a un exilio forzoso, sino a un curso de poesía y poética. Y aquí sí no me cabe la mínima duda: sentenciar al poeta jodido a un semestre con Mario Benedetti le haría un bien indiscutible a él, y de paso un servicio a la Patria, que ya no pasaría la vergüenza de que sus hijos iconoclastas tuviesen tan mal gusto en materia de lírica, justo en el país de José Hernández, Borges y Germán Delgado.  Ahora bien: tampoco me he propuesto declararle la guerra al mal gusto. Sin él, de hecho, la vida sería punto menos o más que intolerable. ¿A quién le gustaría escuchar la Oración a la bandera en el taxi, el restaurante o el prostíbulo? No, señores fiscales y poetas malitos que los desvelan, me van a perdonar pero ese espacio pertenece a Andrés Calamaro, a Joaquín Sabina o a Joan Manuel Serrat, o a la misma Nacha Guevara, pues sin ellos tendríamos que vivir bajo la tiranía de un paisaje perpetuamente exquisito, de modo que en un tris la exquisitez sería mera ordinariez. Defiendo mi derecho a ser kitsch, y a mentir, si es preciso, en mi defensa, pero no acabo de entenderlo como obligación; menos aún como dogma. ¿Tengo acaso una patria pétrea, rígida, indeformable? ¿Una patria que no oye ni entiende y se conforma con la mera pantomima de quienes se le rinden sin conciencia ni honestidad siquiera? ¿Una patria dictatorial de origen? ¿Está entre las atribuciones de jueces y fiscales definir el concepto de Patria, jerarquizar sus símbolos y valores, erguirse en Santa Inquisición, ejercer la crítica literaria, protegernos del vandalismo poético? Si es así, bien harían en revisar la Constitución Nacional: seguro que contiene herejías suficientes para purgar la memoria del poeta. Luego pueden seguirse con la prosa: ¿Cómo es que Terra Nostra no se llama, mejor, Nuestra tierra? ¿Y qué tal si a El Código Da Vinci lo ubicamos en Villa Fiorito? Señor juez: me acuso de iniciar con una frase de Frank Zappa para luego escribir sobre símbolos patrios. No reclamo inocencia, sino apenas el atenuante de la ignorancia. Le ruego me sentencie a quedarme así.

  •  

    ATRÁS   ADELANTE