Historias de Germania

EL GRAN ROBO

 

Infancia

Te amo, infancia, te amo
porque aún me guardas un pueblo con amigos
una tarde con cielo de barriletes
y el olor incomparable de la tierra.

 

Es difícil para el citadino, entender algunos códigos que tuvimos, tenemos y seguiremos teniendo quienes nacimos y vivimos parte de nuestras vidas en un pueblo, sobre todo sí son pequeños. Muchos de mis amigos siguen haciéndolo aún en uno de ellos, tranquilo, seguro, bello, entrañable. Me refiero, claro está a Germania.

Estas historias, verídicas como todas las que les he contado, fueron vividas en una época muy especial. Un tiempo en que nada alteraba la tranquilidad de las poco más de 40 manzanas, que eran usadas libremente por cada uno de nosotros, trasformándose en un refugio apacible. .

Teníamos una barra grande y una barra chica. Cada una de ella tenía sus propios códigos. En mí barrio, éramos tres los que siempre estábamos juntos. El “Guty”, el “Negro” Kessler y yo. Y teníamos un lugar de encuentro, sobre todo en esas noches que duraban hasta que el sol ya se había asomado bastante. El galpón de mí casa,  se había transformado en una cocina. Nuestros recursos económicos eran escasos: Estudiantes dos de nosotros, vago el otro. O sea: A la hora de comprar las vituallas... todo se complicaba.

En los pueblos, la cuestión social no separa a nadie, tampoco hay jerarquías y la edad no se tiene en cuenta a la hora de relacionarse. Nosotros teníamos buena relación con todos nuestros mayores. Inclusive con el Comisario. Este. De apellido Álvarez, siempre nos cargaba: ¿Qué van a comer hoy? ¡Sí quieren baldean la comisaría y yo los invito a un asadito! Álvarez, el tío de mí primera novia, Susana, era bastante bocón y estas frases las pronunciaba en público. Nosotros, con el Negro y el Guty, estuvimos masticando la revancha. Y decidimos una noche de verano, después de un breve debate que hacer. Íbamos a cometer un delito, delante de la nariz del Comisario. Lo desafiaríamos. A conciencia planificamos el robo. Buscamos un cómplice que nos asesoró debidamente sobre como hacerlo con más seguridad. Al su nombre lo reservo, por que es un personaje muy prestigioso en el pueblo. Cuando le dijimos que estaríamos frente a Álvarez durante varios minutos con lo robado, hablando con él, nos dijo: “¡Están en pedo!”. Pero, en realidad ese era el desafío. Gozar del momento, caminando por el borde del precipicio.

El patio de la Comisaría, daba a la canchita de fútbol, lugar que conocíamos a fondo y estaba frente al Centro Recreativo, el club al que íbamos nosotros y también el Comisario, que tenía por hábito ir a tomar con sus amigos una cerveza antes de acostarse en las cálidas noches de verano. A la canchita, se podría entrar por al entrada habitual, la que estaba frente al club, o por detrás...Por un baldío que estaba pegado a la casa del “Pibe” Rodríguez, uno de los soderos del pueblo.

Nos vamos poniendo en tema. El Comisario se jactaba de que tenía las mejores gallinas del pueblo, fanfarroneaba con eso. Y nosotros sabíamos que dormían en las ramas de un árbol que estaba muy pegado al alambrado de la canchita. Y hacia allí nos dirigimos, luego de saltar los dos alambrados. El primero para entrar al baldío, el segundo para entrar a la canchita. A pesar del calor, nos pusimos camperas, livianas, pero eran necesarias ya que ellas ocultarían nuestro botín. Eran alrededor de las 12 de la noche. Los tres llegamos frente al árbol “dormitorio” de las gallinas. Allí estaban, durmiendo. El plan estaba en marcha.  Saltamos el tercer alambrado una vez que habíamos elegido a las dos más gordas. El Negro y el Guty me esperaban con las camperas abiertas. Determine cual sería la primera “víctima” y de acuerdo con el consejo de nuestro asesor, tomé su cabeza, levanté un ala, y doblando el cuello puse ahí la cabeza. Luego, volví a bajar el ala. ¡Un éxito! ¡La gallina siguió durmiendo! Se la pasé al Negro que la metió debajo de la campera. Hice lo mismo con la segunda gallina y se la di a Guty que la guardó de la misma manera. Silenciosamente, atravesamos el patio de la Comisaría y salimos por el portón de entrada, abierto todavía, como siempre, hasta que el Comisario guardara el auto. Miramos hacia el club y allí estaba nuestra víctima, bebiendo con sus amigos.

Sonriendo, con las dos gallinas en nuestro poder, decidimos pasar la gran prueba. ¡El robo, sin el desafío de estar frente al robado, no tenía sentido! Nos importaba el desafío. Pasamos frente al él, lo saludamos. Obviamente nos cargó... ¿Que van a comer a esta hora? Le respondimos... “Venimos mal... solo mate con galletitas. Y para colmo ya nadie nos fía” – le respondió el Negro. El Guty agregó: “Sí seguimos tan mal alimentados, mañana nos van a cagar a pelotazos en la canchita” Con Guty jugábamos al día siguiente un partido desafío precisamente enfrente del club. Un par de intercambio más de frases con otros de los integrantes de la mesa fue el límite. ¡Habían pasado casi tres minutos y nosotros disfrutando del momento!. Pero, claro, temíamos que alguna de las gallinas se moviera y nos delatara. Nos despedimos de todos y riendo ya, cuando llegamos a la plaza que está a media cuadra,  apuramos el paso. Llegamos a casa, y empezamos a preparar la comida. Una estupenda “gallina a la cacerola”. Carneamos las dos y una fue a la olla. La otra, formaba parte de la negociación posterior, que sabíamos sería inevitable, fue a parar a la heladera. Después vería que le decía a mí vieja durante la mañana. Dejamos solo los huesos, que también fueron parte de la fiesta. Mi perro, Tarkus, dio cuenta de ellos. Ya eran casi las 4 de la mañana.  Y lo inevitable pasó al día siguiente. Después del almuerzo, fuimos al club. Teníamos los habituales partidos de tute cabrero. Y en esa mesa, “la de primera”, estaba el Comisario. Yo formaba parte de ella. Había heredado el lugar de mí viejo y defendido con un muy buen juego. Apenas sentado, alguien mencionó el tema de la cena de la noche anterior. No era un secreto nuestras tenidas gastronómicas. “¡Una comida espectacular – dije – tarde, claro, pero nos comimos una gallinita a la cacerola mortal!”. El Comisario Álvarez, me miró a los ojos y dijo simplemente: ¿Y la otra, dónde está? Socarronamente le dije: “Esperando. Esta noche está invitado”. –“Como me la pusieron – dijo – Y agregó – Está bien, yo llevo el vino..." – “Y el postre” – le exigí. Habíamos ganado su respeto. A partir de ese momento, nunca más nos preguntó que comíamos. Por las dudas.

 

Me compré una bici y recordé ...

Ayer vos y yo, en un solo beso para la vida,
en el amor que nos conoció a los quince años
y yo pedaleando para un nunca llegar tarde a tu corazón.
Fuimos nosotros los que inventamos el beso en una bicicleta,
la edad de las miradas con un cuaderno en la mano.
Fuimos nosotros, los que sin respirar, nos cansamos de viajar;
y ayer, sólo ayer, las calles dicen: Allí van, son ellos!,
pero fue tan rápido que pedazo a pedazo nos despedimos.
Vos y yo, querida, ahora quizás dónde, dónde volveríamos a rodar,
dónde volveríamos a comandar dos ruedas como a un barco,
dónde volveríamos a conquistar los mundos con un sueño.
Eso no m importa, porque en mi memoria tengo un niño despierto,
llevo a ese revoltoso quinceañero en los dedos del alma,
tengo aún, esos años metidos muy adentro,  con los recuerdos.
Entonces, será a las siete, te pasaré a buscar como cochero,
subirás en mi caballo veloz con rayos de aluminio,
dispuesta a saltar a la gloria al besar cada Avenida o Paseo,
recostándote en cada parada para retomar las fuerzas.
Entonces, será a las siete, cuando llegue a tu casa,
salgas a recibirme como ansiosa de la nueva carrera.
Entonces, son las siete y recuerdo tu mano en la mía,
riendo del pedaleo en mañana y tarde,
cuando nos amamos en una bicicleta sobre la vida,
cuando se me vienen los quince felices años,
ahora que son más, con bicicleta pero sin sueños.

 

 

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