El cafecito de Germán Delgado

LOS CACOLETRÓFAGOS

 

Son animales pequeñísimos, no mayores que una B mayúscula, que habitan entre las páginas de los libros, alimentándose de sus letras, símbolos y signos de puntuación. Muchos advenedizos de las ciencias de la escritura o de la imprenta, confundieron esos animales inocentes con el famoso "hongo de la tinta"; pero éste ataca especialmente a determinados pigmentos sin discernir frases o textos; los hongos carecen de inteligencia y de voluntad. Los cacoletrófagos, en cambio, son selectivos en sus gustos. Devoran cualquier tipo de pigmento o tinta de imprenta, ya que sus objetivos primordiales son el texto y las ideas y, fundamentalmente, su mala calidad.

Son tan planos - apenas un par de micrones de espeso - y tan transparentes, que pasan desapercibidos al ojo humano, aunque haya muchos individuos en un libro y en una misma página. Su forma es inconstante: con el estómago vacío, podrían asemejarse a una ameba con algo de caballito marino; pero, cuando han comido, suelen adquirir la coloración oscura y la forma de la letra tragada. Una vez llenos, y después de haber hecho una breve siesta para facilitar la digestión de la tinta, se divierten formando palabras y hasta frases ingeniosas y no desprovistas de sentido del humor o de cierto cinismo; prefiriendo, sobre todo, las obscenidades que espantan al lector y que duran sólo unos instantes; de modo que aquel que está leyendo cree haber sido traicionado por su subconsciente. Si bien la inteligencia de estos animalitos no pudo ser todavía probada científicamente, sus frecuentes travesuras demuestran a las claras que algo de ésta poseen.

Sensibles a cualquier movimiento - gracias a las finas antenas que agitan vertiginosamente -, escapan con rapidez en cuanto perciben el roce de una mano en la cubierta del libro o la mirada curiosa del lector. Abierto aquél por una página cualquiera, los cacoletrófagos ya están refugiados en otras, devorando con ansiedad letras y oraciones enteras. Y cuando acaban con un libro pasan de inmediato a otro.

Hay personas que descreen de los cacoletrófagos; por lo general se trata de ignorantes o analfabetos; pero cualquiera que posea un poco de sentido común podría detectar su presencia en un libro, pues, a pesar de las dificultades para localizarlos cuando están con el estómago vacío y de su rapidez para pasar de un página a otra - casi a la velocidad de la luz -, existen vestigios de su paso voraz: sutiles erratas inexplicables halladas a veces en segundas o terceras lecturas. ¿Cómo explicar entonces, cuando un autor, en una primera lectura, nos es incomprensible o nos aburre y, al cabo de los años, en segunda lectura, nos sorprende su transparencia y deslumbra su amenidad? Personalmente, me pasó con muchos. También al contrario. Todo ello suele ser obra de los cacoletrófagos y secuela de su apetito desmedido.

Con frecuencia se introducen en manuscritos u originales, constituyéndose en un terror para los escritores cuyas ideas, desvirtuadas o mutiladas, se pierden para siempre. Posibles obras maestras quedaron sólo en intenciones por esta causa; muchos talentos nunca se desarrollaron y murieron en el anonimato.

No existe forma conocida de eliminarlos; pero detestan los malos libros y los devoran, de modo que su vida en las bibliotecas actuales es, con frecuencia, muy larga, y la mejor forma de librarse de ellos es eliminando los malos autores, o ser un buen escritor. Sienten un solemne respeto por los clásicos, cuyas obras jamás se atreven a comer. Por fortuna, la producción literaria es inmensa y no les falta alimento. Es obvio que sus mayores detractores y quienes niegan su existencia son los malos autores, cuya producción nunca llega ni siquiera a las imprentas, pues los originales quedan en blanco a las pocas horas.

Su ejemplar afición por la buena literatura y su portentosa memoria son la comidilla en los círculos literarios, charlas de café, tertulias y presentaciones. Transmiten genéticamente los conocimientos acumulados a lo largo de su vida de generación en generación: su sabiduría es inimaginable; sus gustos literarios exquisitos; sus juicios: temibles y certeros. ¡Ay de aquel original que caiga bajo la mirada codiciosa de los cacoletrófagos y de sus poderosas mandíbulas! Sé de autores que abandonaron la escritura, y de otros muchos que prefirieron acabar con su vida abriéndose las venas antes que luchar contra ellos. Misteriosamente, hay escritores inmunes a los cacoletrofagos ; en esos casos, por fortuna, el tiempo se ocupa de devorar sus obras.

Del origen de los cacoletrófagos se sabe muy poco: unos atribuyen su nacimiento a la generación espontánea; otros a la evolución de las especies, situando justamente sus predecesores en el hongo de la tinta, o en un parásito de los calamares - teoría errónea esta última -. Se dice también que fueron los autores clásicos quienes los inventaron para acabar con los malos escritores; de hecho, es evidente que su nacimiento es simultáneo al de la escritura; así lo prueban documentos antiquísimos en los que se pueden observar bajo microscopio mordeduras y huellas de dientes minúsculos en algunos signos; y también, que las obras clásicas nos hayan llegado intactas, tal y como han sido concebidas, con toda su belleza, sin haber sido atacadas.

De su fam sa voraci  d podrán dar fehacie te test monio estas exiguas y mod stas pá   inas que, con absoluta seguir  d, podría jurar y per urar que en pocos días, cua do quiera volver a l erlas, las encont a é en blan

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