Sobre la menguada inspiración de Minervino
AL FINAL, LO HICE
Porque lo hice, porque experimenté con mi propio
cuerpo y mis aspiraciones, por eso lo cuento todo. Lo que aquí se
dice, desde la letra "p" mayúscula del inicio hasta la letra "a"
minúscula del final, no es más que la verdad; la verdad a secas, la
verdad sin adjetivos ni modificaciones. No podría ser de otra forma,
cada vez estoy más convencido de mi soledad. Si hasta la mentira,
que hasta hace unos días era fiel compañera de cama, me ha
abandonado. Ahora andará en boca de todos, la muy perra, la muy hija
de su reputísima madre -perdón, se supondría que no debía haber
malas palabras en este escrito, pero es mayor el miedo de perder dos
líneas en momentos en que no se garantiza su reemplazo. Yo pensaba
que todo iría bien, que los sacrificios, aunque dolorosos, habían
valido la pena. Pero tenía que venir esto; tenía que venir su
partida y con ella acabaron por irse todas mis aspiraciones de ser
un gran escritor. Ya lo decía el insigne escritor argentino, Germán
Delgado: para ser un buen escritor se necesita ser un buen
mentiroso. Yo ya no tengo ni eso. Por ello lo cuento todo. Para
que el mundo conozca mi historia y éste, el que quizá sea mi último
texto.
Yo era un escritor común y corriente, como los miles de escritores
que pueblan las ciudades y los campos: esos que sueñan con publicar
en prestigiadas revistas, con escribir dos libros por año y con
ganar uno de los tantos premios que pululan alrededor del mundo.
Vivía modestamente, al día: apenas para comer. Eso fue al principio.
Después se presentó lo que creí era mi gran oportunidad. Comencé por
publicar algunos poemas y uno que otro cuento en una revista
marginal. Sí, yo soy aquel que escribió el cuento que lleva por
nombre Superamintraresis ; ése en el que se narra como un
hombre, cargado de ira, se va matando poco a poco hasta que sólo
queda su cabeza colgada de un árbol. El cuento hace alusión a los
hombres que, segados por lo... ¡De nuevo me estoy saliendo del tema!
-No borraré nada de lo dicho por lo ya expuesto; aquel que desee
leer el cuento completo debe recurrir al número 21 del semanario Los
Girasoles, página 3.
Mi gran oportunidad llegó con mi primera novela. Tengo que reconocer
que por aquellos tiempos las cosas no se veían muy claras. Publicaba
muy esporádicamente y, como era de esperarse, no lograba que mi
carrera despegara. Fue cuando encontré aquel libro: Zona de
escritores: sólo para aquellos que no han ganado un premio Nobel,
de J. Martínez. La principal tesis de la autora, sostiene que los
grandes escritores se han formado en el dolor. A mayor dolor, mayor
creatividad. La posteridad se escribe con lágrimas, finaliza
rotundamente el ensayo.
No puedo negar que el ensayo me conmocionó demasiado. Aún ahora no
sé si fue el momento en que lo leí, o si fue la prosa fluida y
tajante, o cualquier otra cosa, lo que cinceló el mensaje en mi
cabeza. Lo cierto es que comencé a planear la manera de causarme un
gran dolor. Justo es reconocer que hasta entonces mi vida era
tranquila y sin grandes pesares. Ya he dicho que mis mayores
sufrimientos eran la pobreza y la falta de oportunidades para
ingresar al selecto y mil veces exquisito mundo de la pluma y el
papel. Salvo esto, mi vida era estable: un canario, una perra, un
departamento y un coche que mal que bien, servía para transportarme.
Hasta aquí alguien podría decir que la pobreza y la frustración
artística son razones suficientes para el sufrimiento. Estoy de
acuerdo a medias pues, si bien me encontraba acongojado, tal parecía
que el dolor no era suficiente para desencadenar la creación masiva.
Así fue como decidí sacrificar algunas cosas en pos de la gloria.
Primero, fue el canario, al que sometí a un régimen grotesco
privándolo de su dotación diaria de alpiste y agua. Al cabo de una
semana, murió. Estuve triste un par de días y sin embargo los
resultados no se materializaron en el papel. Todo parecía indicar
que necesitaba algo más, si de verdad quería trascender. El
siguiente fue mi perra.
A Kuka le suministré veneno para ratas en su comida. Fueron
horas de agonía. Cuando creí que ya había muerto me sorprendía con
un débil gemido o con un leve respiro que se fue haciendo más
esporádico y lento hasta que por fin se desapareció. Lloré por
horas. Ella confiaba en mí y yo la asesiné. En su agonía me buscaba
con la mirada, con esos ojos vidriosos que no he podido olvidar;
solicitaba mi ayuda, imploraba mi consuelo, sin saber que aquel
hombre que tenía ante sí era el mismo que había causado su
desgracia.
Esta vez el sacrificio si rindió frutos, aunque sólo fuera por un
tiempo. Comencé a escribir lo que después sería mi novela. Todo
salió de maravilla. El libro obtuvo el Premio El Faro de la Cultura,
por la publicación de primera novela, de una prestigiada editorial
de Tierra del Fuego. Fui popular por un tiempo.
Lo malo vino después; después de las presentaciones, los autógrafos
y los aplausos. Fue allí, sentado frente a la hoja en blanco, donde
supe que el escritor se prueba en la constancia. Y no valió un ápice
sufrir por ello. De nada sirvió el llanto, los mechones de pelo que
me arrancaba y las maldiciones al vacío de la hoja que amenazaba con
devorarme. La prolija blancura se burlaba, día y noche, de mi escasa
inspiración.
Creí volverme loco; sin embargo, a punto de caer pude asirme de una
cuerda que logró sacarme, momentáneamente, del pantano. Aquel día
salí de casa con la esperanza de hallar afuera un remedio: una
evasión. Caminé hacia el centro de Gesell, buscando el bullicio que
me permitiera fundirme con los otros. Fue una gran idea. Comencé a
relajarme, a tal punto que acepté que una mujer leyera mi mano. Me
dijo que había tenido suerte pero que en escritores mediocres como
yo esa era una gracia pasajera. Me alejé de allí lanzándole
maldiciones. No volví a casa hasta que encontré otra adivina que
leyera mi mano. En un primer momento titubeó. Le exigí que me dijera
la verdad: su dictamen fue más o menos el mismo.
Llegué a casa sopesando la posibilidad. Si todo estaba en la mano
¿no podía yo cambiar mi destino deshaciéndome de ella? Además, esto
me causaría un gran dolor que redundaría, según yo, en una gran
obra: mi tan anhelada obra maestra. Quizá con ella llegaría la
gloria. Bien valía la pena el sacrificio.
Al día siguiente dibuje con un cuchillo una línea más en la palma de
mi mano izquierda. La herida, aunque poco profunda era grande. Me
apliqué un torniquete en la muñeca apretándolo con fuerza. Los
siguientes tres días no lo afloje ni un momento. Los resultados no
se hicieron esperar: la carne de mi mano comenzó a gangrenarse. Dos
días más tarde fui al hospital: ahora les tocaba a ellos hacer lo
suyo.
Esta por demás decir que el dolor que sentí esos días fue tremendo.
Ahora ya no hay dolor; ahora, a una semana de la amputación, me
encuentro aquí, en éste sucio hospital: manco, pobre y sin
inventiva... |