EL VIOLÍN
Breve ataque de melancolía de Eduardo Minervino

¿Dónde estaba el mensaje? ¿Qué decía el mensaje? En ese momento empezaron los fuegos artificiales y el cielo resplandeció. Luces rojas, azules, naranjas, ascendían alumbrando como nunca la Playa de los Milagros.  Germán trató otra vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de colores, líneas y cascadas. En esa playa no había enigma ni misiva. En su vida tampoco...”

Cerró el libro sin llegar al final que ya conocía. Había leído aquel cuento dieciséis veces. En cada una, siempre, creyó descubrir algo nuevo, algo que de alguna manera se relacionaba con su propia vida. Se apartó del escritorio y se echó sobre la cama, extendiendo sus brazos y piernas. Levantó su mano brevemente para apagar la luz de la habitación y escuchar en silencio música que había elegido en su PC.  Billie Holiday cantaba Blue Moon. Cerró los ojos.
¿Qué faltaba en su vida? Sentido, se dijo a sí mismo. Prefirió no pensar en ello. Quiso que su mente viajara por el río de sus recuerdos, donde se refugiaba cada vez que sentía miedo. Vinieron a su mente la imagen de sus padres aplaudiéndolo un 25 de Mayo, en medio de la plaza de Germania, mientras bailaba el pericón nacional. Recordó del día en que ingresó a la Universidad y cuando su novia adolescente lo abrazó y besó por primera vez y le dijo que lo quería mucho. Su imagen subiendo a colectivo que lo llevaba a La Plata pasó fugazmente.
Entre la sucesión desordenada de imágenes, una lo paralizó. Era el recuerdo de un jueves, del último jueves en el que se sintió vivo. Se vio a él mismo, abrazando una almohada y diciendo que aquel día era el mejor de su vida, que la vida era hermosa, irrepetible y única. Sintió -creyó sentir- el calor de un beso que lo fulminaba. La imagen del primer amor pasó nuevamente e hizo que contuviera la respiración por unos segundos. Débil, se increpó, eres débil. Ya no le importaba, siguió recordando.
Recordó a un amigo que le tocaba el hombro y le decía “bien hecho”. El sonido  del viento vino a su mente y sintió temor. Aparecieron las hojas de los eucaliptos tambaleando en la oscura noche en que caminaba hacia el viejo galpón del ferrocarril. La escarcha que entumecía sus manos y el olor de la combustión del carbón del viejo tren volvieron. Todo era tierno en el pasado, pero ahora todo estaba perdido. Aun así quiso llegar más lejos, hundirse más, no abrir los ojos a la realidad y siguió recordando, pero esta vez los recuerdos ya no eran bellos.
La mano de su novia que se apartaba. También recordó el día en que murió su papá. Las paredes frías del Sanatorio Junín y unas sondas en su boca. El deseo de abrazar a alguien y no encontrarlo. Una niña mirándolo y riendo con crueldad. El recuerdo de los meses perdidos en la monotonía. El sueño del primer amor que se fue. Todo, ahora, era cruel.
Quiso volver sobre sus recuerdos bellos pero no pudo. Imagen tras imagen volvían recuerdos llenos de dolor y soledad. Muertes, fracasos, amores perdidos y desilusiones se continuaban. Un mundo ininteligible que lo abrumaba. El dolor de no tener certezas.
Estuvo a punto de prender la luz y abrir los ojos, pero se resistió. No, no otra vez, pensó. Quiso volver sobre lo bello. Recordó las películas que vio en el cine de Germania y que lo hicieron feliz y a los libros que amaba. Trató de no sentir la angustia por saber que su vida dependía de aquellos recuerdos y que terminaba siendo algo impersonal. Pero las historias de viajeros y caminantes, sordos, vaqueros, seres infernales y mundos fantásticos lo llenaron de alivio. El dolor y el amor se juntaron. Mundos dulces y amargos en aquellas historias, en aquellos recuerdos. Recordó también la última traición. Pero se dijo, a modo de consuelo, que no valía la pena. Que fue lo mejor. De cualquier manera, lo haría antes o después. Era su esencia, mentir y traicionar. 
No prendió la luz.
En la oscuridad, tomó el libro de cuentos y lo apretó con fuerza contra su pecho. Un último recuerdo vino a su mente: “Era una noche espléndida. Levantando el violín lo encajó sobre su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor”.

Sobre el amor y otras cosas no menos importantes
NADA

Un              de Eduardo Minervino

Nevaba. La mitad del paisaje urbano que no era blanca, presentaba esos tonos oscuros y apagados que sólo revela el blanco de la nieve. Tenía que atravesar la plaza, que se extendía ante él como una página impoluta. Hacía ese frío tierno y calmado de cuando nieva.
No llevaba paraguas, pero tampoco importaba mucho. Bastaría con que se sacudiese los copos de los hombros al llegar a cubierto. Se decidió y empezó a caminar, hollando el centro de la plaza, acompañado por el leve crujido de la nieve pisoteada. Lo más probable era que estuviese cerrado, pero aún así tenía que pasar por la librería, tenía que comprobar si aún tenían el libro. Y si lo tenían, sabía que acabaría por comprarlo.
Demasiado enfático, y demasiado descriptivo. El cuento no le estaba saliendo como él pretendía. La plaza nevada era un buen escenario, pero no había sabido transmitir esa sensación de placidez que podría contrastar con los terribles acontecimientos que se avecinaban. Dejó caer el bolígrafo y estiró los brazos.
Estaba cansado y hacía calor. La noche, casi sofocante, presagiaba el próximo verano, con esas horas de insomnio dando vueltas y vueltas en la cama, sin poder encontrar el sueño. Por la ventana abierta entraba una música dulzona, una de sus canciones favoritas. La había bailado con Alicia más de una vez. Claro que de eso hacía ya mucho. Por aquel entonces, ella aún creía en él. Incluso él mismo creía, y esperaba poder escribir por fin su obra maestra. Sólo necesitaba acabar de redondear uno o dos personajes. En cuanto lo lograse, empezaría a escribir, y llenaría de un tirón páginas y páginas con una novela genial.
No sabía entonces que para poder terminar algo, antes hay que empezarlo. Aunque no se tengan todos los detalles resueltos. La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando, había dicho Picasso. Una frase que evidentemente, podía aplicarse a Picasso, pero no a un genio como él. Pasaron las semanas y los meses, y las ideas no querían venir, y Alicia acabó por hartarse. Al principio no le dio importancia, un capricho más, se dijo. Pero al ir pasando el tiempo, se hizo evidente que las cosas no cambiarían mientras no cambiase él.
Las reclamaciones para que pagase el alquiler eran cada vez más desagradables. Al final, en contra de sus convicciones, tuvo que comprometerse a entregar algunos cuentos a su editor, a cambio de un anticipo. Aquel que estaba escribiendo era el primero. Pero, ¿cómo seguir.
Bueno, esta historia es bastante mala. Una vez más, el socorrido tema del escritor que no puede escribir, el pánico a la hoja en blanco, etcétera. ¿Cómo es que nadie escribe sobre los cocineros que no pueden cocinar? ¿Acaso no puede existir el pánico ante el plato en blanco, el plato vacío, en el que hay que poner algo a la hora de comer? Caprichos de consentidos, eso es lo que son esas manías. Si uno quiere escribir, que se ponga y escriba, qué carajo.
Me parece que me he equivocado al comprarme este libro en la Terminal. Yo buscaba algo más absorbente, algo que me distrajese. Ya tengo bastantes preocupaciones; la reunión de mañana es importante, y me va a hacer falta estar despejado. Y eso quiere decir dormir bien, sin angustiarme. Para lo cual es preciso poder desconectar.
Una novela no me habría servido. Muchas son demasiado lentas. Necesitas tragarte capítulos y capítulos antes de meterte en el ambiente, y que empiece a pasar algo interesante. Y a mí no me gusta que me tengan esperando durante 20 o 30 páginas. En cambio, hay otras que te capturan enseguida. Pero una de esas tampoco me conviene. No quiero arriesgarme a estar pendiente del desenlace, a quedarme esta noche hasta las tantas para acabarla.
Por eso elegí este libro de cuentos. Pero como los demás sean tan malos como éste, no me va a quedar más remedio que reconocer que me he equivocado.
Cajas chinas. Eso es lo primero que se piensa al leer un cuento como éste. Una historia dentro de una historia. No es un recurso nuevo, ni siquiera es un recurso poco usual. Al contrario, es un clásico. Si hay que dar nombres, ahí van dos, bien distintos por cierto: Kipling y Mark Twain. Sin olvidar a Borges, naturalmente y mucho menos a Germán Delgado.
Pero un recurso como éste es solamente una estructura. Y las estructuras deben tener contenido para ser interesantes. Un soneto sin contenido no es una obra de arte, sino un diagrama. Y ahí es donde falla este cuento. Se insinúan ciertas historias, más o menos manidas, pero no se llegan a desarrollar. Por más que la trama sea previsible, no se entiende qué persigue el autor al dejarlas truncadas.
Este cuento pertenece a esa clase de narraciones en las que no ocurre nada. Y hay que tener verdadero talento para que un relato así resulte bueno. La mayoría no suelen ser más que ejercicios de autocomplacencia de autores demasiado pagados de sí mismos. Ese tipo de cosas están fuera de lugar en un género como el cuento. Casi se las podría calificar de "escombros de novela".
Por ahora, ya está bien. Luego acabaré la crítica. Ahora tendría que salir, quiero llegar a la librería. Ya veo que el tiempo no mejora: está nevando. Tendré que atravesar la plaza cubierta de blanco. Y seguramente acabaré por comprarme el libro.