Sobre el amor y otras cosas no menos
importantes
SIN ADIÓS
Un cuento de Eduardo Minervino
Te espero cuando la noche se haga día,
suspiros de esperanzas ya perdidas.
No creo que vengas, lo sé,
sé que no vendrás.
Mario Benedetti
Los estrechos límites de esta historia se sitúan en desierto
paisaje marino a fines del verano. Unas pocas casas ocupadas cerca
de la playa, un hospedaje cerca del muelle y la densa atmósfera
envolviendo a seres y cosas, configuraron la escena de aquel
desencuentro, banal y triste, como todos...
A lo lejos, sobre un horizonte esfumado por las últimas luces del
día, el cielo plomizo se fundía en el mar. El viento del sudeste
encrespaba el oleaje y barría la playa casi desierta que se extendía
tras los cristales del gran ventanal del viejo hotel. En el bar,
algunos parroquianos murmuraban sus asuntos bebiendo y fumando; los
mozos indiferentes iban o venían y en una mesa solitaria, pensativa,
una mujer tomaba café. Su cabello bien cuidado enmarcaba un rostro
que antes había sido joven y bello, y ahora aparecía surcado de
finísimas rayas, como una hoja de cuaderno mirada al trasluz, sólo
sus ojos azules, entre párpados fatigados, conservaban el brillo
jovial. Aparentaba un aire impasible, como si estuviera alejada del
ambiente, pero algo en su interior la mantenía en estado de alerta y
se evidenciaba cuando alguna presencia imprevista encendía su mirada
o cuando, con ansiedad mal disimulada, atisbaba el amplio portal del
salón.
Al cabo de unos minutos entrecerró los ojos y por un no se qué
repentino, el tiempo se vaporizó en a mente de esa mujer,
condensando después un embeleso, una ilusión o un presagio...
Había transcurrido bastante tiempo desde que ella y él habían
empezado aquella relación. Eran personas experimentadas y sabían
bastante de la vida, esa vida que a veces reúne a las criaturas
humanas y más temprano que tarde las separa, no sin pena ni ayuda,
como reafirmando aquello de que aquí poco o nada es duradero, y que
al final todo se pierde, como si lo que vive y las cosas que crea,
perdieran el paso y en ese contratiempo naufragaran.
Se conocieron en Buenos Aires, en una Feria del Libro. Entonces, el
amor disfrazado de capricho lo había conquistado primero a él, ya
que ella, protegida por la cota de malla de su escepticismo resistió
mejor el embate. Actuó tranquila en la distante y segura retaguardia
de quien se deja querer. Cierto día, acaso por empatía o mimesis
(nunca se supo) ella le cobró afecto y no sin espanto confirmó que
un sentimiento extraño anidaba en su alma. Sin prisa pero sin pausa
se adhirió a la vida de aquel hombre. Que eso era amor lo supo mas
tarde, cuando comprobó dolorida que el afecto de él había sucumbido,
estragado por el desdén que le había prodigado.
Nítida y súbita como un relámpago, estalló en su cerebro una
evocación. Recordó vagamente aquella tarde junto al mar, cuando
tendidos sobre la arena, cada uno flotaba en el piélago de los
propios pensamientos. El sol ardía en el cielo despejado y los sumía
en un sopor parecido al hastío. Inevitable, llegó la reminiscencia
del preciso instante en que al mirarlo de soslayo, advirtió que se
levantaba y caminaba hacia el mar, acaso para refrescarse. Creyó
escuchar un “hasta luego” al que no respondió. Lo observó rumbear a
paso cansino hacia la orilla del mar y meterse en el, hasta hacerse
un punto en el horizonte. Revivió aquella emoción inefable que la
estremeció, cuando al cabo de una hora él no regresó y más tarde, de
vuelta al hotel, en la penumbra de su cuarto, infirió con pesar que
lo había perdido, quizás para siempre. El desconsuelo, ínfimo al
surgir, creció después, nutrido por la angustia. El dolor llegó algo
más tarde.
Dolorida, en esas horas amargas entrevió su porvenir. Supo que
volvería a sufrir con indeseada frecuencia el gélido rasguño de la
soledad en brazos de otro, la vacuidad de besos y caricias
circunstanciales, alentadas por el fastidioso instinto y no por la
apacible ternura. Entornada de umbrosa apatía, se marchitaría
rápido, al envejecer con poca luz. Bajo el pedregal de sus recuerdos
entrevió las doradas pepitas que relucían como certezas o añoranzas.
Reconoció en sus destellos la avidez por retenerlo a su lado.
El día languidecía despacio. Pidió otro café y dándole vueltas a su
anillo imaginó que así, girando, Dios o el destino permitirían que
un día cualquiera, como por milagro, sobreviniera un encuentro.
Entonces recomenzarían el vínculo, sin los viejos errores que ella
se permitía, aunque teniendo en cuenta que eran consustanciales a su
naturaleza, advertía que semejante propósito resultaría harto
difícil de cumplimentar. Habría pocas palabras y, porqué no, algo de
temor y asombro. Más allá de sus pies se extendería como antes la
sombra larga de la esperanza. Ella no preguntaría nada ya que él
nada respondería. En parte extraños, en parte íntimos, se
observarían en silencio y caminarían tomados de la mano, tal cual lo
hacían hace un instante... tiempo atrás. Regresarían al mar y a las
pequeñas ceremonias privadas, a las bromas y a los goces. Como de
costumbre, al atardecer él saldría a caminar por la playa y ella
mordería sus temores, para soltarlos al verlo regresar...
La suave música del salón reptaba entre las débiles sombras cuando
un hombre ingresó y miró sin interés a los circunstantes. Ella,
letárgica, acaso confundida, inició un ademán jubiloso que
interrumpió al entender que el recién llegado era apenas un
desconocido. Su permanencia en ese rincón era una espera absurda que
se le antojó eterna. El crepúsculo de la tarde se derramaba sobre
los médanos y los pastizales. El viento viró hacia el oeste
aplacando las aguas. Las luces de algunos barcos de pescadores se
encendieron mar adentro, brillando ante la noche inminente, que
acostada sobre el oleaje despertaba haciendo titilar las primeras
estrellas
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