Historias de Germania
EL DUELO

El invierno era muy duro. Y esa mañana, particularmente, mucho más. Alrededor de las diez y media la escarcha seguía como si nada.  Haciendo la recorrida de rutina, una alteración del paisaje habitual, llamó la atención al cuidador del cementerio. El hombre que estaba tirado sobre una tumba. Se acercó rápidamente y al ver que no respondía a su llamado, se hincó a su lado y tomó su mano.  Seguramente había pasado la noche allí. No pudo reconocer al anciano que agonizaba en sus brazos. Pero cuando lo oyó susurrar, en forma casi inaudible una lastimera queja,  supo de quien se trataba. “Tenías razón, flaco, no valía la pena. No valía la pena. No…”

“¡Lo parió, negro. Te salió duro el asado!” - dijo Goyeneche a Acevedo. “A la vaca le habrá salido duro”- contestó el asador.  Y agregó: “¡Carnicero de  mierda. Está matando pura invernada. Ni pa puchero sirve!”. “Espero que el vino no esté avinagrado por lo menos” - terció otro invitado.  “Es el mismo que tomamos en el boliche. Me lo fió el Abel… Así que si está malo, no se lo pago. Y además le hacemos huelga y nos quedamos en el club” Dijo riendo Acevedo…. “Mierda Negro le contestó Goyeneche. Si vos y tus amigotes no van, Zanín se funde. Ahí si que se le avinagra el vino”…. Todos rieron…. La noche estaba fresquita. Ideal para comer el asado con las achuras y todo y bajarse algunas botellas de tinto.
La conversa fue de fútbol primero. Algunos de los concurrentes eran se Juventud Unida. Los otros de Sarmiento. Para colmo, el fin de semana se enfrentaban en el clásico del pueblo. Los hinchas del verde, le pidieron a Goyeneche: “Flaco, cuidate… Mirá que el domingo tenés que hacer un par de goles”. El aludido, era el goleador de Sarmiento y   no era bebedor, por cierto. “No… contestó. Quédense tranquilos. Si no hago goles no va a ser por que me empede”.  Uno del fondo, entre risotadas le dijo: “Por eso no… pero capaz que sea por que te pasaste con la “Paloma”. Esa si que sabe revolear el culo y a vos te gusta”. Algunos rieron por la ocurrencia. A otros no les pareció bien que se hablen de esas cosas. En definitiva, la “Paloma” era una mujer del pueblo y la veían todos los días. Goyeneche calló y bajó la mirada. El Negro Acevedo quedó paralizado. Su voz temblaba cuando dijo: ¡Está listo el “quemado”. Vamos a comer carajo!. No duró mucho ese encuentro. Alguno dijo por ahí: “Che… porque no la seguimos en el boliche. Allí hay más vino que acá y además le metemos al truco por algunos pesos”. La invitación cursó efecto y todos, algunos a caballo y otros a pie, arrancaron para lo de Zanín.
Al llegar se armaron los tríos y empezaron a jugar al truco. Cuando llegó el “pica pica”, estaban enfrentados Goyeneche y Acevedo. “Envido”- le gritó el Negro. “Flor” – dijo Goyeneche. Acevedo se paró y gritando le  dijo: “Flor de hijos de putas son vos y la Paloma. Me están cagando… te voy a achurar. El domingo no vas a estar en la cancha. Vas a estar en el cementerio. Salí pa fuera. Bancate si sos macho”.  Goyeneche aceptó el convite, no sin antes decir: “Negro… No vale la pena… es más importante que sigamos siendo amigos que pelear por una mujer”…
“Mierda… cagón… salí o andate del pueblo”-  dijo Acevedo.

Los dos amigos se miraron a los ojos. Quienes estaban  en el boliche y habían salido con ellos,  inocentemente hicieron rueda. 
Acevedo y Goyeneche sacaron sus facones. Uno apareció de su vaina de cuero. El otro, con cabo de plata y oro, de la suya, hecha con los mismos materiales. Cada uno con su poncho en el brazo.
Brillaban los facones de hojas largas y aceros relucientes.
La danza de la muerte tenía su belleza, sus pasos de ballet.  Los ponchos batiendo el aire le ponían sonido, los aceros acompañantes marcaban el ritmo.
Ojos vigilantes, movimientos de baile,  danza de tango en el aire,
manos que giraban,  pies acompasados, brazos que extendían su mensaje de muerte.
Mano arrojada y fiera que se extendía en el acero de la daga, la mano de cada combatiente.
No se escuchaban voces,  simplemente la música de los facones. 
Era un bordoneo de aceros y un manantial de sangre.
Los hombres danzaban al compás de la música de los hierros.
Por turno, se iban hiriendo cada vez con más profundidad. El baile del duelo duró un tiempo impreciso. Un hombre cayó.
Goyeneche,  desde el piso miró los ojos de su heridor.
No había reproche en la mirada, había admiración.
El heridor limpió su cuchillo en el pasto y enfundó su arma con cuidado y lentamente, ceremonioso, fue hasta su pingo que caracoleaba nervioso.
En la vereda de tierra, quedó el cuerpo del muerto en esa pelea que nadie pudo evitar, fascinados por al escena.
El vencedor montó de un salto al zaino y salió al galope corto.
Los testigos sabían  el rumbo de aquél hombre: la Comisaría.  Entregaría su arma a la autoridad y diría me he "disgraciado comisario",  cuídeme el zaino

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