Historias de Germania

PALABRAS

De Eduardo Minervino

 

Mis canas son infantiles,
recuerdos de aquel niño,
por ese tiempo pasado
de tiza y pizarrón.

Era. Fui. He sido.
Nostalgia de nostalgia.
¡Y estas fotografías
que todo me lo aclaran!

Estoy mirando

arqueologías cuadradas,
testamentos pequeños,
lejanías, cantatas.
Cartoncitos.
Nos lloran los ancianos del alma.
Ayer en fondo.

Nunca, nunca será mañana.

 

Es muy difícil ser objetivo cuando de escribe sobre los recuerdos. Cuando estos se almacenan en nuestra memoria obedecen a un proceso de selección natural  necesariamente subjetivo. Leía a Eduardo Galeano, uno de mis escritores preferidos en “El libro de los abrazos” refiriéndose precisamente a la subjetividad y a esa mezcla de pasado y presente que se da cuando hurgamos en ellos y los sacamos a la luz.  Dice el autor uruguayo:

 

Celebración de la subjetividad

Yo ya llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego, y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me estaba costando distinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba siendo, y estaba siendo a mí alrededor, y escribir era mi manera de golpear y de abrazar. Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos.

Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en este libro que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a luz y a trasluz, se mire como se mire, se me notan a simple vista mis broncas y mis amores.

Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:

No te preocupés —me dijo—. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objetos, para salvarse del dolor humano.”.

Y es cierto. Al escribir las Historias de Germania soy profundamente subjetivo. Los recuerdos no son objetos. Y en ellos suele haber dolor. O alegría. No recordamos generalmente aquellas situaciones neutras, porque las que no dejan huellas.

Leo lo que escribo y pienso en el valor de las palabras. Y en un sensible vuelo imaginario,  llego a la Escuela Nº 11.  Busco entonces la foto de 1º Inferior.  En ella me veo a los seis  años con mis compañeros y la Señora Clotilde. Ella nos enseñó a leer y escribir.

Logró meterme en el maravilloso mundo de la lectura y la escritura. Letra por letra.

Y releyendo a Galeano, recordando a Borges, Cortázar, Sábato entre otros no puedo menos que sentirme un mediocre “combinador”  de letras. Todos usamos las mismas. Las combinamos. Los resultados de esa alquimia son muy diferentes.

En ese primero inferior aprendimos también el valor de la solidaridad y de la igualdad. Se compartía todo, menos los miedos. Estos no existían porque la escuela era de verdad nuestra segunda casa y la Señora Clotilde nuestra segunda mamá.

Y como lo hacíamos en nuestras casas y en todo el pueblo en aquellas siestas robadas.

 

El sueño vencía la batalla

y los viejos se quedaban dormidos.

Y en ese preciso momento, el pueblo era nuestro.

Un inmenso territorio

que recorríamos con “El espantapájaros” y “El hombre de hojalata”

en busca del Mago de Hoz,

finalmente cómplice de nuestras fantasías.

Las siestas de Germania eran nuestras.

La imaginación, el límite.

 

La verdad es que hay pocas cosas tan universales como la siesta, que no es patrimonio de nadie y lo es de todos, porque la siesta es esa especie de recreo corto que sirve para encarar con otra fuerza la mitad del día que falta, la siesta es la oportunidad de parar y empezar de nuevo.

La siesta, tantas veces definida desde la ciencia, tiene también su costado de todos los días, es casi un modo informal de dormir, de estirarse hasta con los zapatos puestos, de roncar sentados en un sillón y hasta de ver alguna escena llamativa como cuando veía a mi padre dormirse con el diario en la cabeza, supongo para no ver la luz, y cuando respiraba el diario parecía levantar vuelo.

Qué buenas son las siestas, qué sagradas son para algunos, qué necesarias para otros, reconfortantes y reconstituyentes de las energías perdidas en la mitad del día que ya pasó. Claro, algunos hacen de las siestas algo sagrado pero en realidad tuvieron una mañana poco productiva. Y están los otros, los que creen que las siestas son una pérdida de tiempo, que seguir sin parar es un mejor modo de dormir a la noche de un tirón.

Y la siesta en el campo y la ciudad cambian sustancialmente, los horarios son tan rigurosos en las grandes urbes que la siesta no es tan sagrada porque depende de mil cuestiones, del trabajo, del tránsito, de las obligaciones, de los cierres de los bancos.

En el interior, en cambio, es casi inalterable, no se trabaja de siesta en los campos, se trabaja mejor al amanecer, por lo tanto quienes viven allí saben que el horario lo ponen ellos, que un buen almuerzo es el paso previo a una siesta contundente y que salvo el ruido de campo, nada podrá interrumpir el descanso.

Las enemigas más despiadadas de la siesta eran las moscas, combatidas en aquellos tiempos con el flit, con aroma a querosene, expulsado de su continente por la tradicional máquina a pistón,  que todavía se sigue usando en algunas casas. O las tradicionales “paletas”, accionadas a puro brazo, y que cuando el “mosquicidio” tenía éxito, los restos mortales del molesto insecto volador, quedaban estampados sobre alguna superficie plana.

Y así como estamos quienes, habiendo crecido entre los “dormilones”  creemos que la siesta es vital para poder seguir, admito que de niño no había peor castigo que el hecho de ir a dormir la siesta, era como interrumpir planes de juegos y travesuras hasta que el primero de los mayores diera la señal de que ya no había movimiento en la casa. Bastaba esa señal, para saltar de la cama, ponernos las zapatillas y salir de raje. El primer obstáculo fácil era la ventana del cuarto. Luego tenía que saltar el tapial, alto, de ladrillos a la vista, que daba al baldío donde, de vez en cuando, llegaba alguna calesita.

Mis amigos se escapaban también  y más o menos a la hora del final de siesta todos estábamos de  regreso, con la mejor cara de no haber dormido un segundo, pero en el mismo lugar donde nos habían dejado. De todos modos, estoy seguro que nuestros padres jamás creyeron que habíamos estado todo el tiempo en cama.

Con los atorrantes de los amigos, teníamos lugares precisos de encuentro. Estos dependían de la estación, verano o invierno.  En Germania, el de mi niñez, hacía muchísimo calor en verano. Era un tiempo de sequía o al menos de lluvias escasas. Todavía no había asfalto y los días de viento, venían rodando, casi como en las películas de “Cowboys”, rollos de morenita, una planta pequeña, siempre seca, que usábamos para las grandes fogatas de San Juan y San Pedro, una de las festividades que reunía a todo el pueblo alrededor de los grandes fuegos que se hacía en cada barrio. Para nosotros era un gran juego .Y cantábamos ¡Viva San Juan y San Pedro, la cola del gato negro! Claro está, mi abuela Josefina, una irlandesa muy católica, trataba de que entendiera el valor religioso de la fiesta.

Cada 29 de junio, después de haber recolectado y acarreado durante semanas toda clase de elementos combustibles, llegaba el momento culminante: los pibes de cada barrio encendíamos nuestras  «fogaratas».

No se trataba de simples fogatas, como las que hacen quienes están de campamento, o cualquiera que quiere quemar hojas o simplemente entrar en calor. La «fogarata» es un rito religioso (Finalmente mi abuela me había convencido) y conserva ese carácter aun cuando quienes la preparan, la encienden y la disfrutan en esa noche mágica, ignoren lo que en ese día se conmemora y celebra.
Para los cristianos, la fiesta de San Pedro y San Pablo, el primer Papa y el gran Apóstol de los Gentiles. Según la tradición, ambos fueron ejecutados alrededor del año 67, por orden de Nerón. Pedro fue crucificado cabeza abajo según su deseo, por considerarse indigno morir como su maestro. Pablo fue conducido a Ostia, y allí fue decapitado.

Pero me vuelvo al verano y a la siesta.

Las calles de Germania, estaban invadidas, además de la morenita, por tierra y  por oleadas inacabables de mariposas, de todos los colores que pasaban, pasaban y pasaban… Nosotros solíamos cazarlas, con cierta ferocidad,  con rama de tamarisco u otra especie arbórea, que necesariamente debía ser flexible,  solo por el hecho de… No sé, cual, en realidad… Pero lo hacíamos. La tierra volando, era patrimonio de la siesta, ya que el viejo regador, pasaba cuando el sol ya no quemaba tanto, al atardecer. El pueblo, a la hora que no había viento, cuando refrescaba, tenía las calles húmedas... En el pico del calor... Nada...  Viento... Tierra... Y mariposas.

Luego de nuestra “difícil cacería de monstruos alados“, íbamos al lugar de la cita. Habitualmente, el monte de eucaliptos que estaba pegado a las vías del ferrocarril. Allí, los conspiradores integrantes de “La secta de las siestas robadas“, decidíamos, democráticamente, los pasos a seguir. Con un criterio igualitario, no “ventajero”,  repartíamos roles. Formábamos dos grupos  y  a partir de ese  momento,  tomábamos al pueblo como un gran  campo de batalla y poníamos en marcha interminables episodios de “ ladrones y policías” o de “cowboys e indios”, en un territorio de 8 manzanas, que incluía parte de las instalaciones del ferrocarril, algunos vagones casi en desuso, la zona del “pedrero” y hasta las copas de los árboles, fundamentalmente la del pino que estaba en el fondo de la “canchita” del Centro, el club de la mayoría,  una especie de fortaleza inexpugnable. Era “la gran colina”

Germania es un pueblo “tradicional”. Algunas manzanas forman  el centro y otras tantas lo que llamamos el barrio  de “Agua dulce” ubicado “del otro lado de la vía” se llama así por la calidad de su agua, en contraposición con la del centro, que es muy salada. La muestra de esa salinidad era evidente en las calles del pueblo, luego del paso de regador, ya que quedaban absolutamente blancas. Y esto fue así durante muchos años. Ahora, en el pueblo hay agua corriente y el regador, carga en el barrio de “Agua dulce”, donde, ¡por fin! instalaron una estación de bombeo.   Cuando éramos niños, esperábamos el paso del regador para mojarnos con su chorro, pero quien lo manejaba, disfrutaba sonriendo ese momento, y precisamente cuando llegaba a la barra, cortaba el chorro y nos dejaba secos… Nosotros renegando y el tipo riéndose. Era un juego cotidiano, en que casi siempre perdíamos. El premio del agua fresca, lo recibíamos cuando el conductor quería dárnoslo.

Hoy en Germania hay asfalto, y obviamente, los niños tienen otros juegos, y les dan felicidad otras cosas.  El regador existe, pero pasa a ser simplemente un elemento del inventario. Cumple su función, pero los pibes ni saben cuando pasa.

La plaza fue también escenario de juegos. Las hamacas eran un desafío cotidiano. Quien volaba más. Y algunos, arriesgados, hamacándonos “de parados”, llegábamos casi a “dar la vuelta”. Pero, fundamentalmente, los grandes enfrentamientos, de daban en las carreras de bicicletas. Había dos pistas: La grande, que era la vuelta a su alrededor, una manzana, y la “cortita” un difícil trazado, enredado, que pasaba entre el tobogán y el sube y baja. Por su “dibujo” era propensa para los choques, las sacadas de pista y las posteriores peleas, algunas a golpes de puño, debido a diferencias de apreciación respecto a lo que era “caballerosidad deportiva”. En realidad, las carreras en la pistita eran verdadera batallas.  Cuando el enfrentamiento  era inevitable, inmediatamente se armaba un círculo, en el medio quedaban “los combatientes” y los decenas de hinchas que alentaban a uno u otro. El combate duraba muy poco. Enseguida venían los apretones de manos, y un nuevo desafío en “la pistita”. Esta vez, los competidores solían ser únicamente aquellos que habían tenido esa “pequeña diferencia”. Y luego de veinte o treinta vueltas, se daba por dirimida la cuestión. El derrotado abrazaba al vencedor, lo felicitaba e inmediatamente lo toreaba para una revancha… A solas y habitualmente, por la noche. 

Claro, en las siestas no faltaban los juegos con bolitas, con más de 20 participantes que dejaban las más feas en un inmenso cuadrado que se hacía en la plaza, ya que “las lecheritas” eran solo reservadas para desafíos muy especiales. En lo mejor del juego, algún avivado gritaba ¡Faltan bolitas! y sobrevenía entonces la carrera para tratar de recuperar “el tiro”… Y de paso metía en su bolsillo posturas ajenas. Otro cásico eran las carreras de los autitos preparados con sunchos. Un verdadero show. Los “bólidos” eran pequeños, de plástico. Le sacábamos las ruedas delanteras y las reemplazábamos por un “suncho”, que era una fina cinta de acero, de más o menos  1 cm. de ancho. El largo ya dependía  del “ingeniero armador”. El  auto debía ganar en peso para favorecer la estabilidad, por lo que disponíamos en su interior, masilla o plomo, de acuerdo a la receta de cada “preparador”. Los autitos así convertidos en verdaderos bólidos, recorrían varios metros antes de detenerse. Elegíamos para eso la superficie adecuada. Y la carrera seguía por una o dos vueltas a la plaza. Se largaba el auto, y como en el golf, el que llegaba más lejos, el puntero, en síntesis,  el que volvía a empujar el auto. Eran competencias durísimas.

En la calle, aún de tierra uno de los  juegos era el hoyo pelota... Agresivo, pero sumamente entretenido.

Los fines de semana, terminábamos de comer y ya con permiso, íbamos  hasta la esquina para participar del "picado". Las pelotas se rompían o se pinchaban y había que ir hasta la casa de algún amigo a buscar otra.

También se jugaba mano a mano o por parejas, el famoso "arco contra arco". Eran partidos en donde el rebote en la pared valía y se aprovechaba mucho el auto pase hecho con el cordón de la vereda. Todo servía para jugar, para vivir en esa pasión.
Uno crecía entre el colegio y entre los "picados". Había desafíos barrio contra barrio. Eran partidos a "muerte" con algunos jugadores que después terminaron en los clubes afiliados en la Liga de Ameghino. Eran "potreros" desde donde salía la mejor materia prima.

Detrás de la Comisaría había un terreno baldío y ahí, durante la siesta de muchos veranos, jugábamos partidos que duraban tres o cuatro horas. Se jugaba a diez goles o a quince, el asunto era jugar. Era la canchita “del Centro”, un viejo club al que iba  “religiosamente” cada vez que andaba por el pueblo. Pero el club también cambió. Es parte de la historia.

Al fútbol se jugaba por amor, por pasión. Estaba el crack y había troncos; pero todos participaban con ganas y muchos lloraban o puteaban cuando no entraban en el equipo. Así era el clima emocional de aquellos "picados".

Cuando ando por alguna cancha de fútbol, hábito de casi todos los domingos, no puedo dejar de recordar con cierta nostalgia,  la pasión que había en Germania por los picados. En cada barrio, en cada calle, había uno.  El picado significaba el fútbol espontáneo, el poner de manifiesto la creatividad. Cada barrio tenía muy buenos jugadores...
Cuando nosotros éramos niños, el fútbol era una plaga. Se jugaba a toda hora. Uno se levantaba y se acostaba con la pelota. Y de tanto jugar; aprendía, afilaba la pegada, la gambeta, la cintura, la pisada... Se vivía una pasión desenfrenada por la pelota.

En mi barrio, a una cuadra, de la iglesia, jugábamos en la esquina de la que es mi casa. Allí había "picados" a toda hora. Con pelota de goma - Pulpo - o con pelota de cuero - tipo profesional.

Venían muchachos del barrio, de la vecindad. Se jugaba a la hora de la siesta y a la noche bajo la luz del farol de la esquina.

Y eso sucedía en otros barrios. Se jugaba en arcos chicos hechos con pilas de ropa, en arcos grandes - eran dos árboles - y en la calle. Acá sólo se paraba cuando pasaba algún auto o cuando los vecinos se quejaban y hacían alguna denuncia por "ruidos molestos". Se jugaba, siempre se jugaba.

Se terminaba de comer y era como una religión ir hasta la esquina para participar del "picado". Las pelotas se rompían o se pinchaban y había que ir hasta la casa de algún amigo a buscar otra.

También se jugaba mano a mano o entre cuatro el famoso "arco contra arco". Eran partidos en donde el rebote en la pared valía y se aprovechaba mucho el auto pase hecho con el cordón de la vereda. Todo servía para jugar, para vivir en esa pasión.
Uno crecía entre el colegio y entre los "picados". Había desafíos entre barrio contra barrio. Eran partidos a "muerte" con algunos jugadores que después terminaron en los clubes afiliados en la Liga de Ameghino. Eran "potreros" desde donde salía la mejor materia prima.

Después se fueron formaron equipos del barrio para participar en los campeonatos de Baby Fútbol de Juventud Unida. Unos partidazos en las noches de verano. Nosotros, muy pendejos, debutamos con un equipo llamado “El Club del Clan” y usábamos camisas, con botones y cuello, verdes y amarillas. En “El Club de Clan” me acompañaban,  entre otros “Falucho” Medina; “Cachiche” Peruggini; “Balín” Cotta; “Fantucho” Fantoni; Alfredito  Quatrocci; los hermanos Carlos y Rafael Spilman. No nos fue demasiado bien, pero dimos lucha en cada partido ante equipos conformados por jugadores de mayor edad y experiencia que nosotros. Éramos todos pibes.  Después yo pasé al multicampeón “El Peregrino” que estaba  dirigido por José Manuel, unos de los tipos más buenos que conocí en mí vida. El trabajaba en una Cabaña en la que se criaba Holando Argentino y tenía ese nombre. Era un equipo de lujo. Leonel Bustos o el “Chino” Reynoso en el arco, el “Vasco” Torres, el “Laucha” Sosa, “Paquico” Lanata; el “Guty” Pieralisi... Todos jugadores de primera división. Ganamos varios campeonatos, no solo en Germania, si no en toda la zona. Pero, vuelvo la mirada más atrás. La vida, entre los ocho y los quince años, era un "picado” Eso mismo sucedía en cada ciudad, en cada rincón del país. Y el fútbol era un "potrero" gigante, lleno de fantasía, de amor, de gambetas, de pisadas, de amagues, de tacos, de rabonas…. El fútbol - la pelota - , los "picados" eran la gran expresión popular de un deporte de masas.

Recuerdo los "picados", a la hora de la siesta, como un símbolo inalterable de mi infancia, en donde el juego, lo lúdico, se convertía en algo sagrado.
¿Queda algo de eso hoy? La vida, a veces, nos roba lo más puro, lo más bello, lo más creativo. ¿Hay hoy picados?

Las obligaciones, el trabajo, el estudio, la vida moderna, suelen terminar con lo que más queremos.

Uno hasta se hacía la "rata" para jugar un picado. Daba lo que no tenía por un picado. El picado, jugar a jugar, tenía una pureza inédita. Y la sigue teniendo en la memoria de todos aquellos que lo jugaron. Al menos, para mí, un picado significaba la Libertad total. Y lo sigue significando en mi mente, una mente que de tanto en tanto recuerda aquellas tardes en la esquina de mi casa cuando la pelota Pulpo comenzaba a rodar.

Hoy, muchos años a cuestas, daría lo que no tengo por un "picado". ¿No sería bueno un viaje hacia esa libertad creativa? El "progreso" terminó con los "picados". Habrá que ver si el "progreso" tuvo razón. Habrá que ver si la era tecnológica y mecánica nos ha beneficiado. En apariencia pareciera que sí, pero en el fondo, bien en el fondo, está el pozo profundo del vacío. Ese vacío que antes, aquellas tardes y noches, uno y todos llenaban sanamente con los picados. Porque ese jugar a jugar, era la mejor forma de estar en la calle junto a la creatividad. Los chicos de hoy, están en la calle y sus padres viven con una dosis de gran pánico porque no saben en que andan. ¿O no es así?

Una de esas siestas, alguno de nosotros descubrió que podíamos fumar a escondidas. Pero no cigarrillos. Lo  hacíamos con tronquitos de zarzaparrilla, que eran secos, huecos y de formas diversas, que cortábamos de un rinconcito del Centro Recreativo, y que estaban “agarrados” a un alambrado que estaba al lado de la cancha de pelota a paleta, todavía abierta. Después vinieron los primeros puchos en serio. Robados a padres o hermanos mayores. Eran Clifton, Saratoga o Derby. Todos sin filtro. Cuando ya éramos “expertos” fumadores aparecieron los Florida  y los Gloster, que sí lo tenían.

 

Los ecos de sus risas escapaban
y de aquel barrio quieto
iban a interrumpir el imponente
y profundo silencio.

El humo de olorosos cigarrillos
en espirales se elevaba al cielo,
simbolizando al resolverse en nada,
la vida de los sueños.

Pero en todos los labios había risas,
inspiración en todos los cerebros,
y la vida que estaba en nosotros

invitaba a creer en el futuro

 

La intimidad que necesariamente necesitábamos para fumar, hizo que apareciera en nuestras conversaciones un tema tabú para todos: El sexo.  Pero esa es ya otra historia.

¡Pucha que éramos felices! Vuelvo a mirar la foto. Otra vez la alegría y la pena se aúnan. Algunos jugando a la rayuela de la vida, llegaron al cielo y estarán allí armando rondas.

Estoy seguro que en el fondo de nuestros corazones seguimos siendo niños.

La semana que viene, lo seguimos recordando.

Un abrazo.

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