Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

EL BOSQUE

Un cuento de Eduardo Minervino

 

Cruzas por el atardecer.
El aire
tienes que separarlo casi con las manos
de tan denso, de tan impenetrable.
Andas. No dejan huellas
tus pies. Cientos de árboles
contienen el aliento sobre tu
cabeza. Un pájaro no sabe
que estás allí, y lanza su canto
largo al otro lado del paisaje.
El mundo cambia de color: es como el eco
del mundo. Eco distante
que tú estremeces, traspasando
las últimas fronteras de la tarde.

 

 

La soledad suele doler. No es un dolor físico, pero duele. Y en algunos lugares donde se fue feliz, duele más. Solo que es difícil comprobarlo, por que consciente o inconscientemente se tiende a evitarlos. Pero viviendo en Villa Gesell, esto resulta imposible. Nadie que la ame puede evitar el tránsito por el bosque o la playa. Y Julián, de la mano de Esther, se había metido decenas de veces en el bosque para oír ese silencio maravilloso.

Era además, el lugar que  preferían para hacer el amor. Ambos lo descubrieron la primera vez se gozaron. Y desde entonces, lo hicieron decenas de veces, en un lugar mágico. Era un pequeño claro, rodeado de espesa vegetación y acceso dificultoso, que lo hacía invisible para él resto. Disfrutaban amándose desnudos, oyendo muchas veces, las conversaciones de la gente que pasaba  pocos metros de ellos. Allí solían esperar el amanecer, acariciándose como si fuera la primera vez, siempre descubriéndose.

Julián vivía en la villa desde hacía varios años.

Esther había llegado en el verano, a trabajar en una boutique.

Apenas se conocieron, los dos tomaron sendas decisiones. El, tratar de cicatrizar viejas llagas. Ella quedarse en el invierno para comenzar de nuevo.

Cada minuto que compartían, ambos se daban cuenta que todo se daba tal como lo soñaron.

Por eso, desde las experiencias buenas y malas de cada uno, descubrían que era posible sentirse nuevo. Fundar relaciones cotidianas. Descubrirse en cada mirada, en cada gesto, en cada palabra. Y que siempre había una nueva manera de hacer el amor. Ellos se subieron a cimas que antes eran inexpugnables.

No debieron hacerse promesas, no hacía falta. La resolución íntima de cada uno de vivir cada minuto como si fuera el primero y el último de sus vidas, le daba a la relación el valor de lo finito.

Un día, Esther recibió un llamado telefónico. En un atentado en Jerusalén, habían fallecido su hermano y su cuñado, quedando gravemente heridos tres sobrinos pequeños.  Debió partir de inmediato, justamente un día que Julián no estaba en Gesell.

Eso sucedió hace muchos meses. A pesar de los encuentros vía Internet y de esporádicos llamados telefónicos, se fue produciendo entre ambos un vacío incomprensible. Julián suele pasear por el bosque. En silencio. Se sienta en el claro en el que se amaron con Esther y con los ojos entrecerrados fuma un Benson. Irremediablemente, la figura de Esther se aparece con claridad. Y Julián, en voz baja y quebrada le habla: 

 “Puedo ver la lluvia desde aquí, y mirar tus ojos desde aquí... Puedo imaginar tus pasos, soñando con tu regreso, y me mojo en tu recuerdo desde aquí. Es este bosque que me encierra y me impide llegar hasta tus labios. Me descubro enredado en las rejas de mi alma, respirando un aire frío con olor a soledad. “.

Otras veces, recorre la playa. Y se sienta sobre las rocas que están en la de Los Milagros. Al mar le habla también como se le hablaría a un viejo amigo:  “ Frescas son las gotas de tu bruma, que me tocan mientras paseo, aunque el viento traiga frío y me desnude en el olvido, te siento cerca de mi.”. También le suele hacer un pedido: “Mar, antiguo y dulce mar, ayúdame  a partir...  La marea y el olvido, vienen a llevarme el corazón y yo no se quien soy, la ausencia va conmigo. Mar, desátame de tanta soledad.”.

Esa noche, volvió a su casa más triste que nunca.

Mecánicamente encendió la PC y abrió el correo. Tenía un e-mail de Esther. Era breve: “Amor.... Me quedaré a vivir en Jerusalén. Me necesitan y yo necesito esta tierra. Pero quiero que sepas, que este también puede ser tu lugar. Te espero.

Apagó la máquina y se sirvió un whisky. No pudo evitar encender otro cigarrillo. Mirando las volutas de humo que lentamente exhalaba, tomó una decisión. No quería una nueva herida en su piel curtida,  pero aún sensible.

 

Escuchá Mar por Marisa de los Santos

 

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