Comunicándonos sin comunicarnos

NOTAS DE UNA JODIDA MAÑANA EN EL CAFÉ

 

Buenas intenciones

La sabiduría popular y los teóricos del lenguaje y de la comunicación a veces coinciden: dicen, cada uno en su estilo, que el ser humano es como habla o, si se prefiere, que las personas hablamos como lo que somos.

Si aplicáramos esa regla a la política local, el panorama sería mucho más que preocupante. En la Villa Gesell  de hoy la escalada de agresión verbal y física ha superado ampliamente los parámetros, nunca demasiado elevados, con los que acostumbraban a comunicarse nuestros hombres públicos en los últimos años.

No están dando pruebas cotidianas de estar alcanzando la madurez política y económica. Los geselinos pareceríamos estar corriendo desesperadamente detrás del último vagón de un tren donde, en el pasado, habíamos llegado a ocupar un lugar infinitamente mejor.

Ha llegado el momento de que todos , cualquiera que sea la forma de entender la vida y la política, empecemos a practicar diariamente para expresarnos no sólo con una gramática correcta y en un estilo por lo menos claro y sencillo, y sin agresiones, sino para alcanzar en paz esos acuerdos mínimos y necesarios que nos permitirán seguir viviendo como una sociedad del siglo XXI.

 

Perdiendo la paz interior

El cuello se me hincha, lo cual confirma las peores sospechas sobre mi temperamento: soy un hombre venal. La cabeza me late como un motor a válvulas, zumban las sienes y la música en la calle multiplica mi impaciencia: si "crispación" fue el ánimo mandatario de la política en temporadas recientes, yo me asumo... crispado. Una obligación profesional me trae a este bar para escribir una columna sobre el "punto de impaciencia", el momento exacto en que una falla del sistema nos hace perder los estribos, y la camarera me informa que no funciona internet y, entonces, una sucesión de síntomas físicos, la hinchazón, el latido, el zumbido y una certeza: como dijo el sabio, la vida no imita el arte sino a la mala televisión. O a las estadísticas.
 

La jodida tecnología y la estúpida música
El mundo contemporáneo aporta razones para el ludista que instiga a destruir la tecnología y refundar una sociedad preindustrial: una ambiciosa encuesta aporta consuelo para el hombre malhumorado, porque dice que el enojo tiene un tiempo matemático de gestación. Y ese tiempo es el que se tarda en recibir respuesta de un “guasap” urgente o el que se está sometido a la tortuosa escucha de Para Elisa, siempre en versión de Richard Clayderman, soundtrack oficial de todos los callcenters del mundo o la canción más irritante de la historia.
 

Al borde de un ataque de nervios

El estudio se hizo en Inglaterra para la telefónica Talk Talk, pero sus conclusiones alcanzan a cualquiera que viva al borde la extenuación, eternamente en tensión entre lo urgente y lo importante. La conclusión es que, al terminar la primera década del siglo, el punto de impaciencia general es de 8’ 22’’, "exactos", se aclara. A partir de entonces, la pulsión por lo inmediato disparará el desconsuelo y la frustración, el enojo. Un intérprete de la modernidad dirá que la culpa es de internet. Desde acá, el nostálgico de una épica alfonsinista recordará que hace sólo dos décadas había que aguantar cinco años para que te instalaran el teléfono.
 

Estallando, pero lentamente…
Entonces, ¿vivimos enojados? La modernidad se empeña en hacerle la vida imposible al que no puede esperar. Es que el piquete tecnológico nos convierte en hombres con un trastorno femenino: el tránsito lento. Mientras chequeo compulsivamente las redes WiFi disponibles, respiro hondo, hojeo la biblia pagana que me acompaña, “Elogio de la lentitud”, de Carl Honoré, y concuerdo mentalmente con su diatriba contra la velocidad, me asumo como una persona agobiada, resuelvo cambiar mi vida para lograr que "el momento perdure", desvío la mirada compulsiva hacia el Lumia ("¿Cómo no me entró ningún mail todavía, se habrá caído el sistema?") y, justo cuando decido poner en acción una revolución silenciosa contra el imperio de la banda ancha, salgo corriendo a un locutorio.

 
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