Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

LA MOCOSA

 

La conferencia sobre el postmodernismo desde una perspectiva marxista, avanzaba con la morosidad de un paquidermo con la nieve hasta las rodillas. Sin embargo el público, compuesto en su mayoría por estudiantes con anteojitos y adustos profesores de barba negriblanca, parecía contento de avalar con encendidos asentimientos de cabeza las graves afirmaciones del disertante.

El tema de la conferencia había resultado tan atractivo aquella tarde próxima al verano, que mi tardanza resultó severamente castigada con la falta de espacios. La sala Carlos Idaho Gesell de la Casa de la Cultura estaba colmada y los que llegaron tarde como yo, se sentaban en cualquier superficie libre que garantizara algún apoyo seguro. Seguí el ejemplo colectivo y me apoyé en la baranda que ayuda a subir los escalones que dan acceso a las gradas. Me quedé ahí, a pesar de que mi ubicación me imposibilitaría apreciar el escenario y,  por consiguiente, la presumible severa estampa del orador.

Suplí la carencia de visión con el ocioso divertimento de permitir que aquella voz ecuánime y sin rostro inventara gestos y visajes en el entumecido ambiente del auditorio. La convincente tonalidad de aquel aliento transmitido por micrófono, resultaba un soplo casi divino que insuflaba vida y consistencia a los alrededores, a tal grado, que muy pronto creí advertir en la sesuda densidad del interior, una flotilla de pensamientos en forma de globos como tantas veces los había visto gravitando sobre la cabeza de los personajes de los comics.

Pero no tardé en cansarme de mi juego y muy pronto me descubrí examinando los rostros de los asistentes con esa avidez no exenta de malicia que provoca el mirar a mansalva. Mi irreprimible vocación voyeurista se desbocó en la contemplación de mentones y mejillas, el carnoso nacimiento de un seno inerme a la especulación de la mirada, la delicada frontera entre la piel y el vello en el tierno cuello de las muchachas.

Entonces la vi, a diez metros de distancia sentada en el suelo tapizado y recargando la espalda en la pared opuesta al foro, separada de aquella voz portentosa por la nave atiborrada de otros jóvenes. Las zapatillas plantadas con firmeza sobre la alfombra, hacían que sus piernas ascendieran súbitas hasta las rodillas y desde ahí resbalaran por un par de muslos barnizados al sol, hasta perderse en la profundidad de los libres pantaloncitos.

Nunca supe si las manchas amoratadas que la semipenumbra del auditorio me impedía precisar, se originaban en la falta de un adecuado régimen higiénico, o en el exceso de violencia en la práctica futbolística. Tendría alrededor de 18 años y resultaba más carnosa que bonita. Pero el gesto desmañado, y sobre todo la furiosa abulia con que penetraba su fosa nasal derecha con el dedo índice de la mano izquierda, la bendecía con esa peculiar hermosura que produce la extrañeza.

Ejecutaba su acto con premeditada obstinación; sin embargo, no dejaba de rasguñar con rabiosa perseverancia en la maltratada libreta de hojas amarillas que sostenía contra sus muslos, las kilométricas verdades que resumaba el ponente y que ella, como pocos entre los asistentes, suponía capitales para estos años finiseculares.

Su heterogéneo ejercicio me impidió apartar los ojos de aquella muchacha que muchos hubieran considerado vulgar, excedida de peso y hasta un tanto aniñada a pesar de su apariencia, porque lo que su aspecto y pueril actividad proponían, se desmoronaba ante la soberbia refutación de unos pechos que convertían su desleída camiseta en la vanguardia de una impetuosa carga de elefantes...

Los contrastes afortunados suelen resguardar placeres insospechados para los observadores competentes. Mis experiencias al respecto me han impulsado a aventurar una teoría que se fundamenta en la conciliación de los opuestos, gracias al alivio proporcionado por un detalle no necesariamente físico, como origen del sobresalto que antecede a la lujuria.

Lolita estaba ahí. Cómodamente sentada en la alfombra del auditorio, escribiendo con una barata birome Bic,  nimiedades posmodernistas en una destartalada libreta amarilla, mientras hurgaba en su estrecha e imagino húmeda fosa nasal derecha con el comedido frenesí de un lánguido cantante de boleros.

Para entonces, la acatarrada voz del ponente había desaparecido en los abismos de la indiferencia y toda mi atención se concentraba en aquella nítida estampa de fin de siglo que alternaba la higiene de sus narices con empecinadas anotaciones en la libreta amarilla.  Mi enardecida vigilancia se exacerbó a tales extremos que muy pronto fui capaz de advertir el veloz viaje de la punta del bolígrafo sobre la superficie del papel, acompasado al quedo pero fervoroso resuello de aquellos pulmones tan bastamente publicitados por el par de pechos insolentes.  Cada vez que la muchacha ejecutaba el movimiento necesario para dibujar algún acento circunflejo en las referencias galas, o imprimía con puntería escolástica los puntos sobre las íes, sus azorados pezones se aplastaban contra la raída tela de la camiseta para regalarme a distancia con un doble beso sesgado que venía a repercutir en la punta de mi (habré de suponer) enrojecida erección.

En ocasiones, en un rapto inopinado que resquebrajaba su parsimonia de obispo, abandonaba la libreta para entregarse por entero a su ejercicio profiláctico con el empeño de alguien que introduce, no dedos, sino clavos, en agujeros abiertos ex-profeso. Su dedo índice se empeñaba en expulsar de los tibios canales algún objeto que le molestaba al extremo de distraerla de su ímpetu de conocimiento, porque sus rasgos faciales de tibia adolescente se crispaban en un rictus de impaciencia y desesperación. 

Un violento envite insertó hasta el inicio de la falangeta el dedo en la fosa y levantó la punta de la naricita hasta deformarla en una morisqueta de payaso. Pero la estrategia dio resultado porque la vi extraer el dedo y considerarlo después con la sorpresa de quien lo supiera regresar de la cuarta dimensión. Al principio pensé que su asombro revelaba las mismas calidades que el mío. Sobre todo cuando la mire dibujar con los labios aquel gemidito que todavía me palpita en la entrepierna, al descubrir el fruto de su pesquisa cabalgar orondo la curva sonrosada de su dedo sin uña. Observó el portento como quien estudia una gema arrancada de las profundidades terráqueas. Lo hizo con el orgullo de quien se reconoce origen y causa de algún prodigio. Imagino que las madres primerizas experimentan una emoción similar cuando ven prendido al pezón el producto de sus humores. 

Pero en eso también estuve equivocado. Luego de ponderarla con rencorosa indiferencia, mi Lolita procedió a deshacerse de la viscosidad que la había distraído de sus empeños académicos durante tanto tiempo. La serosidad se resistía a separarse de ella y tuvo que tallar el dedo primero contra la pierna del pantalón y luego, ya con manifiesta hostilidad, contra la alfombra de la sala de conferencias. Más lo que me arrebató en una violenta sacudida interior que casi me despoja del aliento, fue presenciar la victoriosa acometida de su dedo para volver a hurgar con nuevos bríos en la tibia comodidad que lo había albergado. 

Para entonces, hacia ya mucho tiempo que el marxismo académico se había ido a los extremos más remotos del postmodernismo. El universo entero lo componía aquella chiquilla que alternaba la hermenéutica planetaria con la concienzuda exploración de los vericuetos de su cuerpo. Lo que todavía ignoro es si fue la persistencia de mi observación o el incipiente tedio lo que la aconsejo aventurar una súbita pesquisa por los alrededores; pero me descubrió mirándola perdido a mitad de ese espacio sin orillas en que se convierte toda vigilancia que durante mucho tiempo ha permanecido impune. Lejos de los bordes que me hubieran permitido, si no escabullirme, al menos disfrazar la mirada, me dejé atrapar justo en medio de la red que su repentino movimiento tejió para mi sorpresa.

Mi Lolita detuvo ambas exploraciones: la de su dedo y la de su mirada. El primero quedó sumergido en sus narices; la otra me convirtió, en un  ridículo escarabajo clavado con alfileres en la vitrina de un entomólogo. Así me sentí también: un  obeso y endurecido escarabajo que sin miedo y sin vergüenza tramontaba las alturas de su cuerpo. Atrapado en falta, conjuré la mía de la única manera al alcance de un cincuentón sorprendido en perversa actitud voyeurista. Convertí mi pecado en una oportunidad para el sermón conminatorio. Sonreí, levanté mi dedo a la altura de mi propia nariz, toque sus aletas y luego lo sacudí en una negativa paternal mientras apoyaba mi movimiento con un gesto de "eso-no-se-hace" (en público, al menos).

Su reacción resultó una oda a la bendita incongruencia del universo. Sonrió y se arrepintió al instante de su sonrisa. Y para compensar lo que juzgó un error, giró violentamente la cabeza en la dirección opuesta, y se mantuvo así por algunos segundos hasta que entendió que algo faltaba. Por ello volvió a buscarme con la mirada, y cuando estuvo segura de que yo también la veía (de hecho nunca había dejado de hacerlo), me enseñó la lengua en un mohín que quiso ser grosero y resultó tentador. El húmedo y sonrosado apéndice apareció entre sus labios como un súbito delfín en aguas tibias. Saltó y volvió a la profundidad para que mi corazón y su contraparte, ese músculo inverosímil, pulsaran indignados contra la demencia que les cierra las puertas. En ese instante conocí el amor y sus arduas consecuencias. En ese instante también, entendí la raíz del irrevocable destino de Las mujeres: hasta sus más elaborados desplantes de furia se convierten en una insinuación al placer. 

A partir de ese momento, descubierto y localizado el enemigo, mi Lolita se dedicó a vigilarme de reojo,  aunque tuviera que tensar el rostro para fingir la indiferencia que garantizara la continuidad del juego. Para subrayar su disimulo, movía los labios como si repitiera para la posteridad las frases clave del conferenciante, y las anotaba luego en su libreta amarilla con prontitud de facultativo. Mi reconcentrada vigilancia provocó que se endureciera su pretendida atención en el ponente. Su cara adquirió una repentina pátina laqueada por los brillos de la penumbra y su sostenido esfuerzo. No obstante, los resabios de adolescente la reclamaban de regreso y su cuerpo no tardó mucho en aflojarse y rezumar ese dulce olor de muchacha en vilo. Igual que una bandera que súbitamente dejara de ser tremolada por el viento, su cuerpo cedió ante el inveterado descuido de la juventud y volvió a reblandecerse contra la pared y el piso alfombrados. No me resultaba difícil imaginar la recóndita impronta de las asperezas del suelo contra su piel delicada y nueva. Y para corroborarlo, describí para mi particular contento las huellas de la dureza artificial contra sus blanduras, así como la mínima depresión de sus glúteos al sostener el peso de sus l8 años. 

No lo supe desde el principio; mas lo constaté en algún impreciso instante de aquella lenta tarde cercana al verano, que tenía un irrecusable aliado en la grave voz sin rostro que campaneaba sobre el auditorio entero. Aquella sonoridad reverberante, cargada de sabias alocuciones y profundas garantías, enervaba para mi gusto y placer su piel entera; le abría los poros de par en par como una hospitalaria ducha de agua caliente. Entonces para mi fortuna, y para la de todos los que como yo vuelven a la mirada el acto todopoderoso de la creación, (Dios imaginó con los ojos lo que legó al hombre para su infortunio o contento), vi cómo su dedo regresaba al lugar de los hechos como cualquier homicida en novela de misterio, para repetir una ceremonia que me retrotraía hasta latitudes pretéritas. 

Degusté en su dedo lo que mi lengua infantil había saboreado en el mío propio en los lejanos y lentos atardeceres de mi pueblo: aquella salobre viscosidad nacida en mi propio ser, la consistencia terrosa, el sabor desemejante a todo lo que no fuera yo mismo. Así sabía, lo supe después, mi propio cuerpo. Así habría de saber, lo sabría más tarde, el cuerpo femenino. Entendí que regresaba a los tiempos del placer oralizado y que éste no se significaba por el amor a la palabra. 

El plácido aspecto de mi Lolita sugería un viaje por territorios similares a los que yo transitaba. Con el índice sumergido en la boca, los labios anillados con vocación de esfínter y los párpados adormilados en un frágil duerme vela, representaba a una niña a punto de trascender la rivera del sueño, mientras se saboreada a si misma ayudada por el ejercicio de succionar su propio dedo. La voz del disertante postmarxista la arrullaba más allá de la conciencia y la envolvía en una telaraña de humores amnióticos que la mecía con un zureo de paloma. 

Estiró las piernas, las abrió en compás e imprimió un movimiento de rotación a su índice. Giró la cara en mi dirección y me mostró el dedo como si me invitara a compartir su deleite. Pero una vez más estaba equivocado. Mi atención precisó los contornos y supe que no era el índice, sino el cordial, quien seguía con prepotencia  fálica justo a mitad de mis ojos. No invitaba, me insultaba de la única manera que la distancia y la coyuntura permitían hacerlo con algún margen de impunidad.

Aproveché su renovada atención en el conferencista para escabullirme y resguardarme tras la sombra y los cuerpos de los asistentes. No obstante, seleccioné cuidadosamente un sitio  desde el cual pudiera seguir con mi escrutinio porque, a pesar de que lo que yo había considerado una táctica de seducción por parte de aquella Lolita rediviva (la de Vladimir andaría ya por los 50), se había convertido en una muestra de rechazo gracias a su inopinado ademán; no iba a permitir que su inmadurez me despojara del placer de mirarla a mansalva aunque ya no pudiera hacerlo a quemarropa.

Un simple desplazamiento que me llevó hasta la pared opuesta del pasillo de acceso al auditorio, me permitió resguardarme de su furia y establecer una diagonal entre sus ojos y su nuca Mi nueva ubicación sólo me capacitaba para vigilar un medio perfil que si bien me impedía apropiarme de enriquecedores detalles, me habilitaba para sostener mi asedio sin peligro alguno.

La observación de la realidad enseña muchas cosas, y entre ellas, la de que prácticamente nada es lo que parece. De pronto, como si hubiera perdido el contacto de la mano de mamá en una muchedumbre, mi Lolita reconoció mi ausencia y primero taimadamente, mas luego ya con ansiedad manifiesta, me buscó con los ojos y después con el cuerpo entero. Era como un mustio girasol que se nutriera con la temperatura de mi mirada.  Despojada de ese sentimiento de seguridad que le había enquistado mi ferviente vigilancia, la muchacha se sintió desamparada, indefensa en medio del entumecido oleaje de la atención universitaria que convertía a aquel austero altar de la fe académica, en el bucólico remanso del anonimato total.

Supe entonces que ella me había visto antes de que yo la descubriera, y que sin sospecharlo, me había vuelto cómplice involuntario de una puesta en escena en la que yo resultaba el único espectador. Que su íntima exploración, sus movimientos, la repentina presencia de su lengua sobre el labio inferior abullonado y tierno, no habían sido más que etapas hacia el descubrimiento de una misma vocación fundamental. Pero ahora, sin público asistente, el mundo se le deshacía entre las manos como un bloque de hielo requemado a causa de mi fingida ausencia.

Dejó de escribir, de fingir atención, de explorarse con el dedo. En uno de sus atribulados giros, creí entrever lágrimas. No pude más. Mis perversiones quedan más próximas a la ternura que a la crueldad. Practiqué un paso lateral que me colocó ante sus ojos. Sonreí abiertamente y ejecuté un ligero ademán que puso en claro la certidumbre que de haberme sido posible, me hubiera mostrado desnudo ante ella como prueba de sumisión. Aceptaba mi pertenencia. Ya era de su propiedad. Mi cometido se centraría en el empeño de observarla por siempre hasta que ella lo impidiera por hartazgo, repugnancia o por haber encontrado un observador más eficaz.

Sin embargo Lolita me recibió con gesto adusto. Me estudio de arriba abajo con displicencia científica hasta que constató mi rendición absoluta y supo que al amparo de su mirada, justo en el vértice donde se tocan mis muslos, volvía a germinar enriquecida por el agua de sus ojos, la raíz de la paz y la coexistencia intergenérica.

Con el color de la victoria brillando en la curva de sus ojos, urgida ya por las terminantes declinaciones del ponente, Lolita volvió la mirada hacia el podium, acomodó la libreta sobre los muslos, abandonó el bolígrafo en la alfombra, y se dispuso a recibir la verdad definitiva. Vi aparecer en sus mejillas el tono de su sangre, y a sus pechos acometer una presencia invisible impulsados por los crecientes altibajos de su respiración. Y mientras los iniciales espasmos del aplauso se uniformaban en el reflector que la hacía cerrar los ojos, yo advertía a mi propio contento quebrarme por la cintura hasta sacar a la superficie un pequeño universo esta vez originado en la mirada.

 

 
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