Historias de Germania

LA ESCUELA

 

En un pueblo como Germania, la escuela y la calle tenían casi el mismo valor. En el establecimiento educativo, recibíamos formación integral por parte de maestras bien maestras, como eran antes, y jugábamos, felices en cada recreo. En el pueblo, era casi lo mismo. Los viejos eran amigos de los chicos, ayudaban formarse integralmente y todo el pueblo se transformaba, a la hora de la siesta,  en un gran campo lúdico.

La escuela primaria,  se fundó en octubre de  1911. Mi tío Mario, admirador de Héctor Gagliardi, era uno de los animadores de cada fiesta popular, precisamente recitando poesías de su autoría, que eran fieles al estilo de Gagliardi. Cuando se festejó el cincuentenario de la creación de la Nº 11, dijo un poema en el asado popular que empezaba más o menos así:

“Un ocho de octubre fue, de 1911,

una campana de bronce, tañó por primera vez…

¡Cuantos  años han pasado,

Si parece que fue ayer!

Y hoy en su cincuentenario,

me siento pibe otra vez…”

Y terminaba con un verso que se hizo realidad…

“… mi pebete irá a lijar… el banco que yo lijé ”

Para hacerle honor a la familia, uno de los animadores de la fiesta y rematador en busca de la colaboración popular para ayudar a la cooperadora de la escuela, como lo hacía siempre para el Club Centro Recreativo, era mi viejo, “Perico” Minervino, permanente colaborador de instituciones, secretario del “Centro” muchos años y homenajeado por sus pares de comisión y los socios del club, al ponerle su nombre a la secretaría del club, poco tiempo después de su temprana muerte.

Pero iba a hablar de la escuela.

Cuando el primer día de clase de mi vida, entré a la escuela, feliz de empezar ese ciclo, con los zapatos “Gomicuer” estrenados ese día, el guardapolvo de tela muy almidonado y el peinado con raya al costado y jopo engominado,  me recibió  la maestra de 1º Inferior, así se llamaba por entonces,  que vivía a media cuadra de mi casa, Clotilde de De Rosa, la esposa de uno de los médicos del pueblo. El aprendizaje fue fácil. Yo ya venía leyendo de mi casa. Mi vieja también maestra no quería que yo aprendiera, que quemara etapas, pero mi viejo, medio a escondidas me enseñaba. Y entonces desde antes de los 5 años, yo me sorprendía con algunas historietas. En aquellos tiempos, se utilizaba el viejo método alfabético para enseñar a leer. Y nos pasábamos los días dándolo a vocales y consonantes, primero una por una, y después uniéndolas. Un verdadero coro de niños y niñas ansiosos por aprender.  Los juegos en la escuela eran sumamente inocentes. La esquinita, la payana (tinenti le dicen también), la escondida, para terror de la “Piya”, la eterna portera que veía como desaparecíamos de la vista de los maestros metiéndonos en cualquier rincón… Y hasta el Martín Pescador. A veces, sobre todo en el recreo largo, que era el que las maestras usaban para tomar mate o café, con al complicidad  del “tronco” de la clase que hacía de campana, nos jugábamos algún picadito de fútbol, con una “Pulpo” que alguno de nosotros, turnándonos,  llevaba escondida en su inmenso portafolio.

Cuando pasé a “Superior”, se produjo un gran debate en el seno de dos familias. La de los Diz Caballero  y la Minervino Delgado.  Sucedió que Blanca Caballero de Diz, era maestra de superior y uno de sus hijos César pasaba a ese grado. Mi mamá, Ilda Delgado de Minervino, también era maestra de superior. Entonces la pregunta era que hacía cada una con su hijo. La cuestión se definió “familiarmente”. Cada una se haría cargo del suyo. Así fue, entonces, que mi vieja fue mi maestra. Ese año, la escuela Nº 11, Juan Bautista Alberdi, se cerró por refacciones y debimos emigrar hacia otros edificios. Yo pasé a la delegación municipal, con la rara experiencia de tener que tratar a mi vieja de “señora” y recibir de parte de ella un trato exigente y sin ningún tipo de consideración especial: Yo era un alumno más.

Apenas salíamos de la escuela, luego de un paso veloz por nuestra casa, para almorzar y “rajar”, apenas terminaba el radioteatro del mediodía o después de la merienda, rumbo a la calle. O a la plaza, o a la canchita, o al pedrero que estaba pegado a la Estación Mayor José Orellano, por que mí pueblo era pequeño, pero nos jactábamos de tener un nombre para él (Germania) y otro para la estación. Privilegio de pocos. En el pedrero, cargábamos “las municiones”, para salir luego a cumplir un ritual cruel, del que todavía me arrepiento, pero que era una rutina para la mayoría de los pibes de aquellos tiempos: Nos metíamos en el bosque de eucaliptos que bordeaba las vías del ferrocarril San Martín desde la estación, hasta el galpón o los talleres para cazar pajaritos. Una verdadera sinrazón. Otras veces, jugábamos a los autitos, largas carreras, con pequeños vehículos de plástico que preparábamos, con relleno de plomo o masilla, depende del circuito y  reemplazando las ruedas delanteras con un suncho de acero. Eran verdaderos desafíos. Pero ya me metí mucho en los juegos. Y sobre ellos será la próxima historia.

 
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