Una historia escrita por Germán Delgado después del Blenders
EL OTRO VERANO

 

En los primeros días de enero empezamos a sudar el verano. Fue un verano imperativo que duró hasta Junio y dejó el suelo reseco, el asfalto casi derretido, los árboles quemados y los hombres faltos de ganas y juicio. Fue un verano culpable. Hasta mediar la estación agradecimos la implacable justicia solar que compensaba la escasa primavera que nos había dejado el invierno. Entonces ya debimos haber comprendido que aquel era un año extraño, sin transiciones, como un péndulo imposible que descansara largo en un extremo para aparecer luego en el opuesto sin apenas advertirlo. Por la Virgen Inmaculada, Patrona de la ciudad,  nuestras miradas se dirigieron a menudo al corredor de las tormentas, pero los huidizas de nubes holgazanas que se paseaban por él eran una burla que irritaba a los más y preocupaba a los viejos.

El primer cadáver apareció en el sueño de un extraño, un forastero de los que gustan de husmear costumbres de pueblo ajeno. El hombre hizo un relato impreciso al oído de unos cuantos vecinos mientras tomaba un café en Bacará. "Pueden creerme si les digo que jamás sentí nada igual. Era la imagen de una fantasía vestida de mujer, inaprensible a mis sentidos y tan cercana". La vio tendida, todopoderosa sobre la esencia, sobre la realidad, pero muerta ya, diluyéndose en la substancia de lo cotidiano. José Alfredo, el más fabulador de los viejos, hizo un rictus de preocupación al escuchar aquel relato del extraño. Algo había perdido.

Desde ese día todos nos apresuramos sobre lo efímero. Cesaron las canciones de cuna que las madres dedicaban a los pequeños, los bellos relatos de dragones y caballeros, de duendes y princesas. Nadie recordaba ya las historias de Germán Delgado que sostenía que siempre era necesaria una ilusión aunque esta fuera una locura y dedicó sus años jóvenes a imitar las máquinas de Leonardo. Se apagó el ánimo y la fábula. Sólo quedó la realidad.

El segundo cadáver nunca apareció, pero lo intuyó Antonio, el que criaba cerdos. Los animales llevaban días hocicando en el mismo lodazal teñido de sangre fresca (muerte de la inocencia), y sobre la superficie del charco de orines se reflejaba nítida la imagen de un niño, casi se diría de un ángel, sorprendido por la brutalidad.

Y otra vez  Luisito, siempre tan inocente, sintió una punzada de auténtico dolor, como si le arrancaran sus más hermosos años.

Ya no hubo más risas ni llantos en la plaza, ni correrías ni juegos, ni caminatas por la playa Los niños se dormían a la sombra, con la cara agria y la mirada huidiza. Y los adultos comenzaron a mirarse con temor, a buscar en cualquier gesto ajeno una amenaza, una excusa para la pelea.

Del tercer cadáver vimos la sombra gigantesca de su alma cruzar veloz la villa y, tras ella, infinidad de pequeñas formas, algunas reconocibles, que se apresuraban a escapar de las casas como volutas de un humo denso al que arrastraba el caliente viento del oeste... Todavía hubo quien vio alzarse en la distancia el perfil de su joven imagen pescando en el mar, tiempo atrás, o la figura difusa del pianista que amenizaba en el pasado las fiestas mayores, o el olor de la brisa del mar, o la escarcha de las mañanas de invierno cosida a las telarañas, o un beso, ese primer beso que se atesora como el más hermoso de los recuerdos.

Y don Carlos que por tan viejo era la memoria del pueblo, se quedó con cara de asombro, vacío.

Desde entonces, nadie paseó por la playa ni sintió nostalgia, ni fue capaz de rememorar una caricia.

Pero un día vi caer una lágrima por el rostro ajado de don Carlos mientras se esforzaba por ofrecerme una sonrisa. Olía a pan recién hecho y en el cielo dominaban las densas nubes y en el suelo el rocío. Se había acabado el verano. 

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