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La contratapa del Director EL FLACO
Hace diez años, yo estaba trabajando como censista, cuando una noticia me partió en dos. “El Flaco", el que construyó los cimientos de lo que sería el ciclo político y económico más largo desde la recuperación de la democracia, había muerto. A partir de allí, aparecieron los exégetas de Néstor Kirchner.Muchos escribían sobre él. Se analizó su liderazgo, inicialmente resistido, como primus inter pares del peronismo. Se lo nombró en actos, discursos, canciones, libros, películas. Se lo mencionó en acusaciones judiciales y en spots de campaña. Se lo abordó como fenómeno político a partir de una multiplicidad de enfoques. Siempre con intencionalidades contrapuestas. Desde el periodismo de guerra que lo combatió–con el odio reservado para los enemigos más temidos, aquellos que están, diría Fito Páez, “a la altura del conflicto”- hasta un culto a la personalidad espontáneo y agradecido, pero que aplana la riqueza de la condición humana, con sus claroscuros, ayudando a la construcción del mito. Una década después, con un gobierno peronista que administra una situación de crisis incluso más grave que la recibida en mayo de 2003, las acciones llevadas a cabo por Kirchner en el mandato fundacional (2003/2007) cobran otro sentido, otra actualidad. Otra urgencia. El peronismo –el país todo- es afecto a las preguntas contrafácticas. Es el sueño de reescribir la historia para mejorarla, para quitarle los traumas, para que ganen los buenos. Si Evita viviera, ¿qué sería? ¿Qué hubiera pasado si el General decidía enfrentar militarmente el golpe en septiembre de 1955? ¿Cómo hubiera sido el tercer gobierno de Perón si los montoneros no lo desafiaban en el triste desencuentro en la Plaza? Reactualicemos la saga con un interrogante, un ejercicio de imaginación, inspirado en el clima de época: ¿qué opinaría Kirchner, qué consejos daría, qué prioridades trazaría, si estuviera presente como testigo y/o protagonista en esta actualidad de la Argentina 2020? ¿Cómo se movería o qué recomendaciones haría el ex presidente y fundador del kirchnerismo en un país atravesado por la pandemia del Covid-19, la escasez de reservas en el BCRA, la renuencia a liquidar los dólares de las cosechas por parte del complejo agro-exportador, el sostenimiento de la estrategia beligerante del Grupo “¿qué te pasha?” Clarín, la desestabilización en curso y en diversos frentes de una oposición política y empresarial decidida a tirar del mantel a cualquier costo, con tal de propinar un golpe del que el Frente de Todos no pueda sobreponerse? A la hora de gobernar Kirchner entendía lo que estaba en juego. Lo que se veía y lo que permanecía desde las sombras. No se confiaba. Si el ex gobernador de Santa Cruz se caracterizaba por un atributo, era el de sospechar, recelar. Su acción estaba guiada por la máxima de nunca pecar de ingenuo ni creerse más poderoso de lo que es. Lo acusaban de paranoico, pero el dirigente de apellido difícil que venía del sur había asimilado como pocos, sin disimulo ni hipocresías, la naturaleza volátil, nunca definitiva, siempre acechada por amenazas, intrigas y operaciones, del poder legítimo que detenta un presidente electo en un país periférico, endeudado, defaulteado, con un establishment trasnacionalizado y un sistema de medios concentrado que se asume como ariete y tropa de infantería de esos intereses. Una anécdota de los primeros días de Kirchner en la Casa Rosada valida aquella autopercepción cruda y realista. “Que no se den cuenta que somos tan pocos”, dicen que dijo, palabras más palabras menos, en una de aquellas jornadas frenéticas de mediados de 2003 en las que, a fuerza de hiperactividad, sorpresa y decisionismo, estaba arrancando todo. La actitud de Kirchner era la de un mandatario que se asumía como “presidente inesperado”, como lo bautizaría tiempo después un periodista y politólogo que eligió esa definición como título de un libro. Desde ese punto de partida, Kirchner buscaba todo el tiempo ampliar los márgenes de autonomía y poder propio. ¿De qué modo? Con decisiones que sorprendían, que generalmente implicaban algún riesgo y que se implementaban sin consultar ni anticipar la jugada a los factores que buscaban condicionarlo. Algunas de esas medidas eran más graduales, digamos tiempistas, otras más confrontativas. Si el editor de La Nación, Claudio Escribano, le pronosticaba apenas un año de mandato, él respondía con la denuncia del apriete para dejarlo en evidencia más un fuerte cuestionamiento al propio diario. Si Eduardo Duhalde le quería imponer a Roberto Lavagna como compañero de fórmula, Kirchner elegía sobre el vencimiento de las listas a otro dirigente de perfil más centrista o moderado para complementar el binomio –el porteño Daniel Scioli- y le daba la primicia a Clarín para la tapa del domingo, pero a último momento de la tarde/noche del sábado, con las ediciones a punto de cerrar, ordenaba filtrar el dato también a Página/12. Kirchner gobernaba con vértigo y realismo. Quería iniciar un ciclo largo de crecimiento económico y distribución de la riqueza (su eslogan de campaña en 2003 estaba lejos de toda épica maximalista, apenas proponía “un país normal”). Se ha dicho y escrito mucho que llegó al gobierno con el respaldo del 22% de los votantes, con más desocupados que votos, pero así y todo se las ingenió para fundar con su impronta una etapa del peronismo bastante prolongada para la montaña rusa de la política argentina. Su preocupación era generar empleo, contribuir para que la economía repuntara y creara trabajo, y por eso le encargó al coordinador de la Cumbre de Mar del Plata de 2005, Jorge Taiana, que incorporara esa idea como consigna oficial del encuentro hemisférico que sepultó al ALCA. “En la situación actual, Néstor hubiera dicho probablemente que la política social es la política económica y no el reparto de comida. Es una idea importante para aplicar en esta etapa, para salir de esta lógica de pensar que la pobreza se soluciona, digamos, repartiendo polenta. Porque un peronista de ley se preocupa porque la gente tenga trabajo y autonomía económica. Los primeros años de Kirchner partían de un punto crítico pero que en cierto modo favorecía la creación de empleo y la recuperación del ingreso. La salida de la Convertibilidad y la devaluación asimétrica (combo necesario pero no por eso menos traumático) habían dejado bastante margen para mejorar los salarios, porque el consumo estaba paralizado o directamente destruido, los sindicatos debilitados y las paritarias parecían una pieza de museo. Aquellos fueron los tiempos de los aumentos salariales por decreto, tanto para el empleo público como para el trabajador privado. Una modalidad a la que algunas voces emblemáticas y de mucho peso proponen apelar nuevamente para afrontar esta situación de emergencia. “Yo estoy segura que Néstor, hoy, en esta coyuntura, aumentaría el sueldo por decreto a todos los que están exponiendo su vida en la pandemia: camilleros, choferes, las mujeres que lavan los pisos y sirven la comida, los pibes jóvenes que están ayudando en todos lados, los médicos, los científicos, las médicas, las biólogas, las investigadoras, a todos los que están trabajando en esta pandemia tremenda y nos están dando todos los días un poco de su vida. Néstor entendió que resolver la gran complejidad de gobernar era sencilla de abordar. Simplemente, había que hacerlo para el pueblo Y claro, reconocer claramente cuál es el enemigo, tema que hoy parece que aún no lo han visibilizado. |
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