Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

PRIMAVERA

 

Hacerte el amor una noche de primavera,

despojarte de tus ropas,

reconocer  con mis manos tus pechos,

besarte desde el alma,

acariciar tu cuerpo

y fundirnos en un infinito.

Dislocados, enloquecidos,

perdidos muy encontrados

 

Despojarte de tus miedos,

de mis tristezas.

Sentirnos enlazados,

oír a tu boca susurrar

cerca, muy cerca mío.

Quitarme de apuro

las pocas ropas sobrantes

y por fin, por comienzo, por quererte:

hacer el amor una noche de primavera.

 

“En el verano, todos los amores son fugaces – decía ella – en cambio, el nuestro es de primavera. El amor que nace en la estación del amor, necesariamente debe perdurar. El verano no lo va a afectar. Lo va a consolidar”. Yo, sin embargo, no estaba convencido de la eternidad del amor, nunca lo estuve. Los grandes amores siempre terminan mal.

La conoció en el bosque fundacional, cerca  del Museo que fuera originalmente la primera casa de Carlos Gesell.

Habitualmente recorría la zona, viviendo cada árbol. Sintiendo sus olores y descubriendo cada día un nuevo sonido. Ese día, el paisaje tenía un nuevo visitante. Una nueva visitante en realidad. Se sorprendió al verla. Era una mujer joven y bella. Estaba arrodillada frente a las flores que estaban cerca del viejo molino. Las acariciaba y luego olía sus manos. Sorprendido notó que quitó un par de pétalos a una de ella y los puso en su boca.

La mujer levantó entonces la vista y la verlo le sonrío.  Se sorprendió por el gesto y se acercó, también sonriendo. “Te estaba observando – dijo – Noté que ponías pétalos en tu boca…No… No me sorprende – agregó sin transición – Yo hago lo mismo “. Ella se levantó, le tendió su mano y le dijo: “Otro loco como yo… Soy Mariana…Turista, enamorada de la villa…. Y como te darás cuenta, de las flores… Me gustan tanto que hasta las como…”.  “Germán – le dijo – Me llamo Germán Y soy tan loco como vos. Quizás peor. Cada vez que vengo al bosque acaricio las hojas, huelo las flores y… también las suelo comer” Ambos rieron de “su pecado “.

Mariana tenía ojos bellos, transparentes. Voz clara y risa cantarina. “Soy pampeana – agregó – vine a la villa… A buscar un espacio para mí. Un lugar.  En realidad desde hace muchos años estoy buscando mi lugar. Y cuando me parece que lo estoy encontrando, me doy cuenta que no es. Y no espero revancha. Me voy... Huyo, dicen mis amigas “   Germán sonrío. “ Otra coincidencia – dijo – Yo estoy aquí desde hace años. Después de haber gastado varias mochilas. Y de llevar varias cargadas sobre la espalda, con culpas propias y ajenas. Y huyendo claro. De miedos y soledades. Y llegué acá. Y estoy seguro que este es mi lugar”. Caminaron juntos, llegaron a la playa y ya tomados de la mano, Germán le propuso tomar algo. “En mi casa – le dijo – es esa, la que está sobre el médano” Ella aceptó sin dudar.

 

Me conforma
el convivir con tu presente
acompañando el aire que respiras,
ser tu contemporáneo,
tu co-protagonista.
Quiero vivenciarte sin intenciones,
reflejarme en tus ojos,
hundirme en tu boca
para, simplemente,
asimilarte
confundiéndonos
como un todo
en un mismo lecho.

 

“Muchas veces – le dijo ella – una intuye que algo va a pasar. Generalmente es una expresión de deseos. Una quiere que pase eso porque desea que sea de esa manera. En este caso yo siempre supe que sería así. Sos mí puerto de llegada. Quiero amarrar en vos y quedarme para siempre”

La escucha jadear como si su voz viniera de muy lejos. Entreabre los ojos y la mira. En la penumbra del cuarto Mariana es todavía más hermosa. Desnuda y arrodillada  sobre él se mueve suavemente. Le presiona apenas las caderas con sus manos. Ella gime. Se acerca a su oído y le susurra en forma imperativa: Mirame.

El obedece. De cerca, sus ojos grises parecen aún más grises. Su pelo, rubio y largo, cae por los costados rozándole el cuerpo. Se lo aprieta a la altura de la nuca. Ella deja escapar un gemido y acelera sus movimientos.

Hace un momento, cuando ella estaba con la boca entre sus piernas, le corrió el pelo para verla mejor cuando lo besaba y todo pareció detenerse por un instante. Luego la dio vuelta lentamente y la penetró con suavidad, jugando a descubrirla sin apuro, disfrutando de cada momento, hablando, tocando, sintiendo.

Ahora ella está sobre él y no va a detenerse.

-No dejes de mirarme por favor...

Sabe de su belleza. Y también que lo ha conmovido. Se dio cuenta con esa inteligencia inconsciente que tienen algunas mujeres.

Poco apoco sus movimientos se van volviendo más compulsivos su voz se eleva en busca de un grito que amenaza con llegar. Él está acostumbrado a controlarlo todo, inclusive en momentos como éste. Pero esta vez no quiere, o no puede, que para el caso es lo mismo.

-¿Y por qué no? - se pregunta – Después de tanto tiempo sin sentir algo así.

También él empieza a moverse con más fuerza, y casi de inmediato sus ritmos se acoplan de manera natural. Siente que su corazón se acelera, entonces la atrae con fuerza y la besa. Siente la lengua de ella que recorre cada rincón de su boca con inocente maestría. Él disfruta del beso, del olor, de los gemidos, de la belleza y de sentir que no quiere estar en ningún otro lugar en el mundo que dentro de ella.

El jadeo que pareció llegar de lejos, se va acercando cada vez más y entonces decide entregarse.  Su grito lega de repente: Lo emociona y hace que desaparezca todo resto de control. Cierra los ojos, la aprieta contra su cuerpo, siente sus espasmos finales y una sensación pasada, perdida, casi olvidada se abre paso hasta que el grito que escucha ya no es el de ella, que lo muerde suavemente. Después de unos segundos se quedan en silencio. Abrazados. Extrañamente emocionados. Siente que una lágrima le moja la cara. Ella está llorando. O tal vez sea él.

 

Tenía razón.

Siempre la tuve.

Aunque por algún tiempo,

estaba seguro que me había equivocado.

Esos días escribía poemas de amor, como siempre.

Pero eran de amores realizados.

Fuertes y felices.

Con presente y con futuro.

Pero tenía razón.

Siempre la tuve.

Los poemas de amor,

necesariamente,

deben ser tristes.

Como este.

 

Pasó el tiempo. La magia seguía, pero las diferencias se acentuaban. Ella apostaba al futuro. Él lo negaba. Solo quería vivir el hoy.

Sabe que es así. Aunque le cueste reconocerlo, no puede engañarse. Es consciente que los dos se lastiman mucho. Él con su sinceridad hiriente, llevando todo hasta el límite, forzándola hasta que no pudiera más, jugando perversamente con el dominio que ejercía sobre ella.  Ella lo amó de manera incondicional, y cedió a los peligrosos juegos que él le proponía.

Aquella última noche, Germán miró sus pechos, su pubis, besó y tocó cada parte de su cuerpo como si quisiera guardarlo para siempre en la memoria de su boca y de sus manos.  Y ella se dejó mirar, tocar, fue un poco su juguete y como siempre disfrutó con ello. Pero el momento en que más disfrutaba era cuando él acababa, gimiendo, con ese gesto placentero y dolorido que tenía esos pocos segundos. Quizás porque ése fuera el único momento en el que podía verlo tal cual era, sin disfraces, totalmente despojado de corazas e imágenes inventadas.

 

A veces te quiero tanto
que te llamo sin hablarte
con ese silencio impenetrable,
el más jodido
de los silencios.

A veces tú no me quieres tanto
que me llamas impaciente
con aquel grito terrible,
el más fuerte de los silencios.

Y todas las paradojas
del mundo respetan la nuestra.
Y los dos seguimos
guardando silencio.
Y tú y yo que nos queremos tanto.

 

Esa última noche, fue la primera vez que ella no sintió que él la descontrolaba. Porque cuando estaban juntos, dejaba de ser la mujer lúcida y sensible que era, para transformarse  en una hembra que se sometía a todos sus caprichos. Y los disfrutaba. Por eso, cuando todo concluyó, se quedó hecha un ovillo sobre la cama, llorando en silencio, porque ya no habría más momentos como ese para ella.

Sabía que lo iba a extrañar con desesperación, pero estaba convencida que no debía intentar nada más. Ya se habían lastimado mucho. No había podido hacer nada para evitarlo y metida en su mundo, también lo había lastimado. Muy a su pesar, aún a costa de su inocencia, de su verdad. Estaba arrepentida, pero ahora ya era tarde. Sin hacer ruido, se vistió y salió de la casa. Estaba segura que nunca más volvería a verlo.

Como en medio de una bruma lo envuelve el recuerdo de un abrazo, de un beso y la innegable sensación del olor de Mariana en su piel.

Eso es lo que más extraña de ella, su olor.

Recuerda cuantas noches de insomnio se recostó sobre ella no para buscar su cercanía, ni su calor, sino para sentir su olor.

Nunca pudo explicárselo con claridad, pero, lo tranquilizaba, lo hacía sentir seguro, en buenas manos. En esas ocasiones, luego de unos minutos se iba relajando hasta que sin querer se quedaba dormido. En otras, ese olor, en cambio lo excitaba. Desde hoy, el olor sería solo un recuerdo.

Las naves quemadas quedaron del lado de Mariana. Ella era el puerto, su puerto y él no se dio cuenta. “El personaje, le ganó otra vez a la persona – se dijo - Es cierto... A veces parezco inhumano".

Intenta una última defensa... Piensa en llamarla. Pero se siente derrotado, sin esperanzas... Con el teléfono aun entre las manos se arrodilla y llora. Por primera vez en años llora.

 

 

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