Historias de Germania

LA CALESITA

 

La calesita gira y gira hasta que deja de girar
cuando te subes a ella debes elegir,
si sentarte a mirar las cosas que en cada giro te va a mostrar
o quedarte parado e intentar ganar la sortija en cada vuelta que da.

 

En algún momento la calesita se detendrá,
así que antes de elegir como actuar
piensa que es preferible que cuando deje de girar
te encuentre parado, con los brazos cansados por pelear,
y no sentado cómodo mirando las cosas pasar.

 

La calesita como prueba científica

Haga la prueba: siéntese en el piso, levante los pies y comience a girar impulsado por sus manos. Dé vuelta tras vuelta durante un largo rato. Frénese. Notará que momentáneamente fue abandonado por su sentido común aristotélico, el que le dice que la Tierra está quieta en el centro del universo, y sentirá en sus entrañas que todo gira, vertiginosamente gira. La Tierra sobre sí misma, la Tierra alrededor del Sol, el sistema solar alrededor del centro de la Vía Láctea. Aristóteles decía que así de mareados estaríamos en una Tierra que diese vueltas. Y no era éste su único argumento en contra de la rotación terrestre: en una Tierra modelo calesita veríamos a los pájaros volar hacia atrás, como quedan atrás los postes de luz cuando avanzamos en una carretera. Además las aguas de los mares saldrían despedidas como el barro pegado a una rueda de bicicleta y un viento fuertísimo del Este azotaría la superficie terrestre como nos golpea el viento en la cara al asomarnos por la ventanilla de un auto en movimiento.

Así estaban las cosas hasta que aparece en escena el francés Jean-Baptiste León Foucault, un frustrado estudiante de medicina que huye espantado de la visión de la sangre y los sufrimientos humanos y se refugia en el sótano de su casa para dedicarse a inventar aparatos científicos. En 1848 Foucault realiza un descubrimiento muy sorprendente acerca del comportamiento de un péndulo: aún si uno gira su punto de suspensión, el péndulo seguirá oscilando en una misma dirección, imperturbable.

Hágalo usted mismo: Puede utilizar como péndulo, por ejemplo, el mouse de su computadora. Sujete el cable dándole una vuelta alrededor de su dedo. Estire el brazo y comience a hacer oscilar el mouse en una determinada dirección. Ahora gire usted rígidamente, de manera tal que el dedo apunte hacia una nueva dirección. Usted notará que el mouse se mantiene hamacándose en la dirección original, aunque el punto del cual está suspendido haya girado.

Imaginemos que nos subimos a una calesita con nuestro mouse y lo colgamos de la cola de un caballito. A un costado, en tierra firme, se queda el hombre de la sortija mirándonos extrañado. Larguemos a oscilar el mouse y que empiece la calesita a girar. Veremos que el plano en el cual se mueve el péndulo parece variar, pero no nos confundamos: somos nosotros los que estamos girando, el plano del péndulo se mantiene invariante. En efecto, el hombre de la sortija, si no estuviese tan ocupado en adivinar nuestro estado de salud mental, notaría que el péndulo apunta siempre en la misma dirección.

Extrapolemos ahora nuestro infantil divertimento: identifiquemos a la calesita con la Tierra y al señor de la sortija con un observador fijo en relación a las estrellas lejanas. Si colgamos un péndulo del techo de nuestra casa y lo hacemos oscilar notaremos que la dirección hacia la cuál apunta no es siempre la misma, sino que va girando muy lentamente. Otra vez, no es el péndulo el que cambia de dirección, es la Tierra que gira debajo. ¡Menuda introducción científica para hablar de la calesita!

 

La calesita como recuerdo en movimiento

¡Llegó la calesita! … ¡Llegó la calesita!,  era el grito que servía como disparador. E inmediatamente todos corríamos hacia uno de los baldíos preferidos por los propietarios de esos parques de  diversiones en miniatura. Estaba entre el “boliche de Zanín” y el club Juventud Unida. Lo primero que hacíamos era buscar entre los recién llegados a los dueños, a los que conocíamos en su gran mayoría. Y entonces sabíamos con que juegos nos íbamos a encontrar. Y con qué calesita. Y fundamentalmente, con que calesitero. Esto no es un dato menor. Los integrantes de la barra teníamos con ellos una guerra “a muerte”.  Él era el que manejaba “la sortija”, el enemigo a vencer. Y los teníamos fichados. Algunos eran fáciles. Otros se habían transformado en amigos, que disfrutaban cuando nos entregan el premio, eligiendo a cada uno de nosotros en forma alternativa. Estos en realidad no eran nuestros preferidos. Nosotros esperábamos a los jodidos, esos que defendían la sortija como a su vida. Y buscábamos fundamentalmente a Manuel, un correntino que cada año tenía con nosotros un duelo mucho más poderoso. Gozaba con su poder, cuasi omnímodo. Yo lo había estudiado los últimos días de su anterior paso por Germania. Y creía que le había encontrado su punto débil. La técnica consistía en dar un par de vueltas realizando siempre el mismo movimiento, amagando a agarrar la sortija por delante, ir por detrás, hasta que Manuel mecanizara el movimiento. 

Finalmente llegó el momento. Cambié la actitud.  Me agarré del caño solamente con las piernas, por lo que enfrenté a Manuel con las dos manos directamente hacia la bocha que sostenía a la sortija. Se sorprendió al ver mi postura.  Hice lo mismo que siempre. Amagué por adelante, fui por atrás con una mano. Y cuando el, con su mecánico movimiento escondió la argolla volviéndola hacia delante, saqué rápidamente la otra mano y me quedé con la preciada sortija. Una gran victoria, esperada durante un par de años. Con la codiciada presa en la mano, pasé varias veces frente a mis amigos los que aplaudían y silbaban al calesitero. Terminó la vuelta. Me bajé y enfrenté a Manuel. ¡Te ganaste la próxima! – me  dijo.  Lo miré con desprecio fingido, le devolví la argolla, le hice un gesto un tanto subido de tono para un niño de mi edad, con corte de manga incluido y me fui. Lo había vencido. Ese día, “me retiré” de la calesita. Pero, con los amigos de siempre, el Guty, el Negro Kessler, Miguelito de Rosa, y otros héroes del barrio de Villa Luro, nos dedicábamos  a   voltear latas, otro juego muy especial y que exigía gran sabiduría para lograr con esas pequeñas pelotas de trapo, voltear la pila que en forma de pirámide se levantaba desafiante a unos ocho o diez metros. Todo tenía que ver con la maña, y no con la fuerza. Lo mismo sucedía con el jodido muñeco de goma, muy flexible, con pesada base, que había que voltear con una pelota de fútbol. Era una especie de penal, pero en el que había que “embocar” al arquero. Si vos le pegabas con potencia, el muñeco en cuestión se doblaba, llega al suelo y otra vez se mostraba desafiante. ¡Sí hasta nos parecía que se reía! Había que apuntar justo al centro de gravedad, con potencia media y entonces el éxito estaba asegurado. Otros juegos eran más para las chicas. Pero el que servía para demostrar coraje,  era hamaca voladora, en la cual, los más osados, sabíamos hacer cabriolas sumamente riesgosas,  ante la cara angustiada de quienes miraban y sobre todo de los encargados del juego que antes de subir siempre nos advertían que sería la última vez si hacíamos eso. Pero, en realidad, siempre fue la penúltima. Yo me la jugaba siempre a fondo y  eso, me hacía ganar puntos con las niñas de mi edad que admiraban mí valentía y me prometían “un besito”.  Pero esta ya es otra historia.
 

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