Opinión

WATERGATE WATERLOO

 

Los años 90 serán recordados, entre otras cosas, por el gran auge de los medios de comunicación. Las privatizaciones de canales y radios y la explosión de la sociedad mediática multiplicaron por miles las voces del periodismo. La verdad se transformó en un gran negocio. Y el periodismo político fue la vedette del momento.

Confundido por el caos informativo y sin tiempo para entender tantas y tan diversas complejidades de este mundo hiperinformado, el público comienza a buscar referentes (periodistas o medios) en quienes delegar el trabajo. Busca comunicadores que lo representen ideológicamente (utilizando la palabra "ideología" en su sentido más amplio) y en quienes pueda confiar. Esos comunicadores deben hacer dos cosas fundamentales: seleccionar qué es lo verdaderamente importante y establecer qué se debe pensar sobre los temas centrales de la actualidad.

Este último punto no implica, por supuesto, una actitud pasiva por parte del receptor. Pero desnuda, sí, una tendencia creciente: el público no sólo compra información; compra también pensamiento. No tiene tiempo para pensar en profundidad si está bien o está mal abolir las listas sábanas, las candidaturas testimoniales, ni los candidatos “shampoo”.  Adopta, entonces, la opinión de sus delegados, los periodistas o medios que eligieron previamente, quienes tienen el tiempo y el conocimiento para procesar los datos, formarse una opinión y transmitirla con eficacia o maledicencia.

Comienza, de este modo, la gran era de los periodistas referenciales. Y, con ellos, la democracia del contestador automático.

Por un lado, los ciudadanos empiezan a participar en los medios de opinión pública: lo hacen, principalmente, a través de las radios. Y, por otro, van generado como efecto no deseado el periodismo demagógico.

Expliquemos esto. Un periodista gráfico comienza a trabajar en radio. ¿Qué quiere? Contar la verdad y expresar su mirada sobre el mundo. Pero, digámoslo con sinceridad, sobre todo quiere tener éxito personal. Conozco a algunos amigos que entraron en la radio con una idea política y salieron de la radio con otra. Uno de ellos el primer día hizo un comentario y recibió 50 llamadas castigándolo. Al día siguiente, lo llamaron otros 100 oyentes para recriminarle. Al tercer día, empezó a morigerar su posición: sólo recibió 20 mensajes en contra, y dos en favor. Lentamente fue virando su posición siendo complaciente con su audiencia, hubo un momento en el que recibió 50 llamadas en favor. Y siguió ese camino. Y se convirtió en un superperiodista, en un referente social y en un héroe de la democracia. Es decir, en un predicador electrónico y en un demagogo mediático.

Estos ejemplos son muy peligrosos. Se supone que los periodistas tenemos acceso privilegiado y cierta formación para entender los hechos. Si no decimos lo que tenemos que decir, sino lo que el público quiere escuchar, estamos practicando una especie de "clientelismo periodístico". El cliente, en periodismo, no siempre tiene la razón.

Es el caso extremo de un médico. La cosa funcionaría así: un médico me dice que tengo que hacer un régimen estricto para bajar la presión arterial. Y otro médico me asegura que no es tan grave. Yo elijo la verdad que me conviene y sigo con mi vida. Pero resulta que un día tengo un pico de tensión y termino en terapia intensiva.

El periodismo político fue demagógico. Y se volvió maniqueo.

Todos eran héroes o villanos. Todo era blanco o negro. Los matices no entraban entre tanda y tanda.

La vida enseña que las cosas no son blancas y negras. Las cosas tienen la costumbre de ser desconsideradamente grises. La historia argentina demuestra que grandes canallas llevaron a cabo enormes actos heroicos. Y que grandes héroes cometieron también grandes canalladas. Pero la complejidad de la verdad era "densa" y no daba rating.

Otra mutación del periodismo político fue la que lo llevó a convertirse en simple periodismo policial. Esto respondió, en principio, a la judicialización de la política. Pero el fenómeno es mucho más complejo.

La corrupción se transformó, por esos años, en el gran tema central. Y seamos justos: el periodismo hizo aportes extraordinarios en esta materia. Investigó con rigor y con valentía y ayudó a oxigenar la política argentina. Hay innumerables ejemplos de periodistas rigurosos que han hecho aportes notables. Y hay muchos periodistas que fueron perseguidos por contar la verdad en aquellos años calientes.

Sin embargo, de la sana costumbre de la investigación se pasó al "periodismo de denuncia". Derribar ministros, diputados y concejales se convirtió en un deporte periodístico. Rendía en materia de rating y en circulación, era premiado, conllevaba un gran prestigio, y entonces todos quisieron hacer una muesca en su arma. "¿Cuántos políticos derribaste vos? ¿Cuatro? Yo, nueve". Esa actitud bastardeó al periodismo de investigación. Y mucho tuvo que ver que la televisión se haya apropiado de su tecnología y de su modus operandi y que lo haya hecho, más allá de algunas excepciones, de manera frívola. Todos tenían en aquellos tiempos un "papelito", es decir, un expediente de un político en un juzgado. Se arrojaba por la ventana a un juez a las ocho de la noche, se le ponía una cámara oculta a un fiscal a las nueve, se denunciaba a un ministro a las diez y se obligaba a renunciar a un funcionario a las once. Eso ocurría todos los días. Había un Watergate berreta cada 60 minutos. En eso se había convertido el periodismo político. Tire al blanco, que no hay problema. Y por supuesto, por estas playas parecería que el modelo es el mismo. Pero claro, los garúes de la investigación, son mendaces y carecen de credibilidad.

Nuestra ciudad no es ajena al fenómeno. Las investigaciones no son tales. Son mendaces y los periodistas que las llevan cabo son funcionarios o funcionales al pasado baldista.  Y ambos, dirigentes y dirigidos,  ya tuvieron su Waterloo.

 

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