Sobre el amor y otras cosas no menos importantes
DESTINO
Una mirada pesimista De Eduardo Minervino
 
Esperaron con la fe tambaleante del enfermo terminal que sueña un remedio milagroso.
Salieron a las calles para proyectar largas miradas hacia el horizonte confundido entre las
inservibles líneas eléctricas entrecruzadas con las ramas de .los árboles secos y el
andamiaje de los cables telefónicos y la televisión fuera de servicio. No lograron, ni
entrecerrando los ojos, divisar la cercanía de los ausentes.
El Libro de las Desapariciones
 
La ciudad casi estaba desierta.
Los hombres jóvenes, los adultos hastiados, las mujeres que deseaban libertad, los viejos en búsqueda de empleo, las prostitutas establecidas y las que estaban en proceso de descubrirse como tales, los niños que odiaban a sus padres, los locos, los estudiantes, las actrices en potencia, los buenos jugadores de fútbol, los triunfadores que desearon ampliar el horizonte de dimensiones pueblerinas, y los fracasados que anhelaban otra oportunidad se alejaron de la ciudad convertida en lote baldío con premura inusitada. Los abandonos fueron constantes durante los años que se sucedieron al término de la década del 90. La gente se fue atraída por los letreros de neón. Buscaba las promesas ofrecidas por las fábricas, las nuevas urbanizaciones, el seguro médico, los vehículos deportivos, la educación, los estadios y los ídolos de las multitudes congregadas en otros ámbitos, para constituir poblaciones perpetuas donde se exaltaba a la alegría y los restaurantes impregnaban la noche de aromas exquisitos.
La ciudad no creció más. La hierba se adueñó de los terrenos descuidados; introdujo semillas y raíces en la tierra y se expandió por los rincones de las casas desiertas. El asfalto no escapó a sus intentos de seducción y pronto fue engalanado con manifestaciones verdes cada primavera, mientras las grietas ganaban espacio en las estructuras más sólidas.
Algunas estructuras de la calle principal se conservaron amarillas, al resistir un poco más que el resto de las viejas pinturas pronto descascaradas en los frentes de los edificios y en todos los rincones donde el polvo no fue capaz de protegerlas. La estación de servicio dejó de ser colorida ante el gris que la transformó sin remedio. Los ladrillos de la escuela comenzaron a caer y el hombre de la guardia cesó de ponerlos en su sitio cuando la dirección prohibió efectuar reparaciones inútiles.
Los niños ya no visitaron los juegos públicos. La rueda de la fortuna en miniatura fue llenándose de óxido hasta que se colapsaron las cadenas de las que pendían las sillas giratorias. Los sube y bajas se volvieron tan ocres como las láminas de los resbaladeros convertidas en trampas de bordes aguzados. Los pájaros se fueron al advertir que la fuente no tendría más agua fresca en las tardes calurosas que se incrementaron como si la soledad las convenciera de multiplicarse.
Las calles pavimentadas comenzaron a confundirse con las calles de arena. El muelle y los balnearios fueron lentamente derruidos por la acción marina. Ningún grupo de rock volvió a presentarse en la plaza principal y los niños dejaron de bailar en los atardeceres donde saboreaban helados, mientras los padres charlaban bajo la sombra de los pinos y las acacias.
El silencio creció tanto que ya no fue percibido con gusto por los que se quedaron. Los que anhelaron cambiar de aires y obstaculizados por una y mil razones distintas terminaron resignándose a permanecer en su tierra natal. Algunos establecieron nuevas empresas como si la ciudad necesitara fuentes de empleo.
La agencia de automóviles inauguró una fábrica de bloques junto al mar para aprovechar la arena que sobreabundaba.  Nunca consiguió recuperar sus inversiones. La fábrica quedó desierta, lo mismo que la mayoría de los comercios de la calle principal y la gente continuó marchándose.
Los sobrevivientes nunca se enteraron de la decisión que llevó a los dueños de los circos a borrar el nombre de la ciudad de sus visitas veraniegas. De pronto se suspendieron los desfiles. Los elefantes dejaron de acarrear delicadas trapecistas que parecían jinetes etéreos. Los payasos no volvieron a caminar con torpeza y enormes zapatos de tres colores. Los artistas desaparecieron de la 3 en el aire donde era común encontrar las llamas del hombre que comía carbones ardientes en sus ratos libres. El hombre fuerte no levantó más sus pesadas esferas y ningún discurso ya fue pronunciado en lugares públicos.
Un oficial de justicia terminó con el tránsito cotidiano de los ómnibus y remises.  Poco después vino clausura del aeródromo donde una avioneta fumigadora permaneció sin reclamar por sus propietarios durante más de veinte años. La ciudad también se quedó sin músicos cuando los integrantes del trío norteño que se presentaba noche a noche en la vieja cantina, fueron convencidos de acompañar a una cantante de mediana voz y trasero abundante en una gira que los llevó a conocer buena parte del país. Algunos de los que se fueron regresaban de vez en cuando a la ciudad, iban en busca de los padres, los amigos que no se atrevieron a moverse nunca o de las familias y las mujeres que esperaban con lealtad espartana los envíos de dinero que no siempre eran constantes. Algunas mujeres se marcharon llevando a los niños con ellas y pronto tuvieron que conseguirse un trabajo y olvidarse de los abuelos y de otros niños abandonados. Don Carlos estaba contento la tarde de agosto de 2017 en que, acompañado por su esposa y sus dos hijos, detuvo el automóvil frente al gris expendio de gas comprimido donde las moscas se deslizaban adormiladas por las vidrieras manchadas de polvo y de grasa. Los niños y la mujer descendieron sonrientes, antes de quedarse paralizados por la máquina inservible de refrescos calientes, las estanterías desiertas y el baño convertido en alcantarilla. Doña Emilia miró los rostros ensombrecidos y olvidó las vacaciones y el verano. La familia ya no quiso adentrarse por las calles imposibles rumbo a la plaza que no dejaba de ser gris. Don Carlos aceleró su marcha al contemplar el restaurante de la esquina con la pintura azul desvaneciéndose en escamas pertinaces, como la piel de un anciano transeúnte desdibujado por la luz vespertina. El automóvil produjo ruidos intensos y agudos, para sustituir la ausencia de los loros que ya se habían alejado de la plaza abandonada, y de los nidos ocultos entre los eucaliptos. El viejo de la piel de lagarto miró avanzar al automóvil con la misma indiferencia con la que había presenciado otras despedidas.
El otoño pareció llegar de pronto.
Los sobrevivientes se acostumbraron a pasar inadvertidos, dejaron de salir a pasear, interrumpieron las visitas, no hubo más fiestas infantiles, no se presentaron en los templos y echaron a los pastores que buscaban congregar rebaños desalentados. Se replegaron como los ejércitos hastiados del combate. Buscaron refugio del sol que descendía en llamaradas cada vez más fuertes y se convirtieron en ermitaños que no tenían tiempo de evocar las ensoñaciones perdidas. No se quejaron cuando la vieja radio de la ciudad interrumpió la transmisión del los programas habituales.
 No supieron cuando fue que dejaron de mandarse saludos y canciones. Algunos ni siquiera se enteraron de la muerte  del locutor que conocía las vidas y anhelos de todos los vecinos. La radio se despidió en silencio y pronto fue seguida por la televisora que durante un par de años intentó mantener la señal por cable, antes de desistir por la falta de abonados. Por ese entonces, suspendió sus apariciones el periódico que tenía medio siglo de existencia.
La gente se olvidó de sintonizar las posibilidades de los medios de comunicación foráneos. A nadie le importaba conocer las hazañas de los héroes desconocidos, o los traspiés de la economía nacional. Las señales pasaron de largo y, al ser ignoradas, desaparecieron lo mismo que las oficinas de correos y telégrafos que permanecieron abiertas hasta la muerte del personal sindicalizado. Nunca llegaron los reemplazos. El aislamiento se volvió la norma que fue privando a la ciudad de los contactos con el exterior. Afuera, las guerras se volvieron cotidianas y la muerte se adueñó de las grandes capitales y los puntos estratégicos de los mapas militares hasta que la prosperidad se volvió imposible como los conjuros de los magos.
La soledad y el silencio expandieron sus ámbitos y algunos hombres ni siquiera notaron que la ciudad de los bosques y playas ya los aguardaba con paciencia infinita.
Los sobrevivientes salieron al escuchar el estruendo que provocó la caída de algunos árboles y el estallido de los transformadores eléctricos. Miraron en todas direcciones y no encontraron explicación alguna. Los recuerdos se manifestaron imprevisibles y los rostros de los ausentes se dibujaron con claridad inusitada, como si una legión de fantasmas regresara desde las profundidades del planeta. Los sobrevivientes entornaron los ojos y extendieron los brazos y encontraron sombras que no pudieron tocar. Las miradas coincidieron en el horizonte, más allá de las inservibles líneas eléctricas entrecruzadas con las ramas de los árboles secos y el andamiaje de los cables telefónicos y la televisión fuera de servicio. No lograron, ni entrecerrando los ojos, volver a percibir la cercanía de los ausentes.
La ciudad estaba desierta.
 

Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

GRACIANA

Eduardo Minervino

 

Sí. Allí vienen. El lejano pero inconfundible sonido de algunas risas le reveló que había concluido la espera. Entonces clavó los ojos en el estrecho sendero apenas insinuado entre la mata de troncos, hojas y arbustos que se había ido formando junto a las ya inútiles vías del tren y divisó las dos siluetas. Con sigilosa rapidez se ubicó en el sitio ya habitual -oculto entre cartones y maderas, junto a una de las ventanas de la derruida estación -, dispuesto a ejercer, sin el temor de ser descubierto, una intensa y morosa vigilancia. El placer más grande. Sin duda el único que puedo disfrutar ahora. Una vez más comprendió que después de tanto tiempo -ya no tenía noción desde cuándo se limitaba a sobrevivir de la caridad de los otros, sin afanes ni sueños -, por fin ocurría algo que no sólo quebraba la opaca rutina sino, mejor aún, lograba infundirle una súbita cuota de ánimo, le otorgaba inusitado vigor a su cuerpo ya abrumado por el cansancio y los años. Como si otra vez sintiera lo mismo que ellos. Lleno de vitalidad y deseo. Ahora las voces le llegaron más nítidas, las palabras entrecortadas por accesos de risas, como si disfrutaran de alguna broma íntima y secreta, despreocupados y felices, hasta que los vio detenerse en un pequeño claro entre los árboles que bordeaban la estación. De una bolsa extrajo una caja de vino y bebió un trago largo, tanto para aplacar la ansiedad como para paladear con mayor intensidad cada detalle de la escena que iba a presenciar. Después permaneció rígido, sin efectuar el menor ruido. A la expectativa.

Como siempre, fue ella la que tomó la iniciativa. Suave, lentamente, llevando a cabo una ceremonia en la que cada gesto parecía destinado a otorgarle mayor interés y atractivo, le desprendió la camisa y comenzó a sacársela. El muchacho la dejó hacer, sin moverse, mientras las risas se transformaban en susurros y contenidos jadeos. Cuando le tocó el turno a él, todo se hizo más agitado. Súbitamente presuroso, le quitó la blusa con evidente rudeza, urgido por la impaciencia. Lo invadió una dosis de codicia, placer, deslumbramiento, al surgir los pechos, blancos y turgentes, que las manos del muchacho palparon en ávida caricia. Si pudiera hacerlo yo. Si al menos una vez... La certeza de no tener ya la oportunidad de protagonizar algo semejante le hizo evocar, en un afán por atenuar la frustración y alcanzar cierto consuelo, otra época, cuando Graciana lograba satisfacer las ansias de su cuerpo joven y enardecido. Llevó otra vez el tetra la boca. La necesidad de beber pareció crecer tanto como el ardor que lo estremecía, mientras trataba de imaginarse otra vez junto a Graciana y, lo mismo que él con la muchacha, la acostaba sobre el húmedo colchón formado por la gramilla, y la poseía en un ritmo arrebatador, entre besos y caricias que los llevaban cada vez a un paroxismo de gritos y risas y palabras incoherentes. Pero después, cuando ellos quedaron quietos y abrazados, ajenos a cualquier otra cosa que no fuera seguir disfrutando los instantes que habían vivido, sintió la boca reseca, como si hubiera probado algo amargo, con súbita conciencia de su soledad y del ya para siempre insatisfecho anhelo de tocar otro cuerpo.

Apenas ellos se alejaron, estalló. Sin preocuparse ya por guardar silencio, arrojó con violencia la caja vacía y golpeó los puños contra la pared y profirió gritos que trasuntaban la carga de furia, dolor e impotencia. Después comprendió que debía conseguir otro tetra de vino. Rápidamente. Para obtener cierto alivio y tranquilidad. Sintiendo todo el cuerpo pesado y torpe, abandonó la estación y a pasos lentos marchó hacia el pueblo.

Debió golpear muchas puertas y reflejar el mayor estado de indigencia, antes de conseguir algunas monedas. Le alcanzó para comprar dos botellas de vino y, apenas salió del boliche del Chueco García , comenzó a beber. Aunque siempre había evitado hacerlo mientras andaba por las calles del pueblo -después que la enfermedad de Graciana lo precipitó en la ruina y necesitó apelar a la caridad de la gente para sobrevivir-, ya no le importó que lo vieran. Bebió con avidez. Impaciente por embriagarse y alcanzar cuanto antes un profundo sueño que le hiciera olvidar la pérdida definitiva de Graciana, que aplacara el deseo despertado por la frenética relación de ellos, que borrara la certidumbre de vegetar en un estado bochornoso, sin esperanza ni dignidad.

Como si marchara a través de una espesa niebla que desdibujaba las cosas, cada paso le resultó más dificultoso. Después de un tiempo interminable pudo divisar el contorno familiar de la estación. Cuando intentó cruzar las vías, tropezó. Al perder el equilibrio, lanzó un grito y abrió los brazos en desesperada tentativa por aferrar algo. Fue inútil. No pudo evitar la caída y súbitamente sintió el golpe seco, demoledor, en la cabeza.

Las manos de él quedaron de pronto quietas, desganadas, sin terminar de desabrocharle la blusa.

-Vamos -ella lo apremió, impaciente -. ¿Qué te pasa?

Se apartó y echó una furtiva mirada hacia la estación.

-No sé. Ya no puedo hacerlo aquí, ahora que el viejo no está mirándonos.

ATRÁS   ADELANTE