• Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

    AHORA NO

    Eduardo Minervino

     

    La memoria sorprende en la blancura de corredores enfilados
    y es un salto la sombra; precisa, ahondando los lugares,
    en esta mansión tan diurna, tan joven y ya ausente.

    No hay ruido y al pasar de la mujer única,

    todo se agita, los pinos, las olas, los destellos en el cielo
    la luz en las vidrieras, las cortinas de tela leve.
    Ella sigue pasando inmóvil, no asienta los pies, se desvanece,
    avanza, mientras el silencio de los relojes
    confunde o apaga las horas.
    —Fue ayer.
    —No fue nunca.
    —Sigue siendo.

     

    Sí. Allí vienen. El lejano pero inconfundible sonido de algunas risas le reveló que había concluido la espera. Entonces clavó los ojos en el estrecho sendero apenas insinuado entre la mata de troncos, hojas y arbustos que se había ido formando junto a las ya inútiles vías del tren y divisó las dos siluetas. Con sigilosa rapidez se ubicó en el sitio ya habitual -oculto entre cartones y maderas, junto a una de las ventanas de la derruida estación -, dispuesto a ejercer, sin el temor de ser descubierto, una intensa y morosa vigilancia. El placer más grande. Sin duda el único que puedo disfrutar ahora. Una vez más comprendió que después de tanto tiempo -ya no tenía noción desde cuándo se limitaba a sobrevivir de la caridad de los otros, sin afanes ni sueños -, por fin ocurría algo que no sólo quebraba la opaca rutina sino, mejor aún, lograba infundirle una súbita cuota de ánimo, le otorgaba inusitado vigor a su cuerpo ya abrumado por el cansancio y los años. Como si otra vez sintiera lo mismo que ellos. Lleno de vitalidad y deseo. Ahora las voces le llegaron más nítidas, las palabras entrecortadas por accesos de risas, como si disfrutaran de alguna broma íntima y secreta, despreocupados y felices, hasta que los vio detenerse en un pequeño claro entre los árboles que bordeaban la estación. De una bolsa extrajo una caja de vino y bebió un trago largo, tanto para aplacar la ansiedad como para paladear con mayor intensidad cada detalle de la escena que iba a presenciar. Después permaneció rígido, sin efectuar el menor ruido. A la expectativa.

    Como siempre, fue ella la que tomó la iniciativa. Suave, lentamente, llevando a cabo una ceremonia en la que cada gesto parecía destinado a otorgarle mayor interés y atractivo, le desprendió la camisa y comenzó a sacársela. El muchacho la dejó hacer, sin moverse, mientras las risas se transformaban en susurros y contenidos jadeos. Cuando le tocó el turno a él, todo se hizo más agitado. Súbitamente presuroso, le quitó la blusa con evidente rudeza, urgido por la impaciencia. Lo invadió una dosis de codicia, placer, deslumbramiento, al surgir los pechos, blancos y turgentes, que las manos del muchacho palparon en ávida caricia. Si pudiera hacerlo yo. Si al menos una vez... La certeza de no tener ya la oportunidad de protagonizar algo semejante le hizo evocar, en un afán por atenuar la frustración y alcanzar cierto consuelo, otra época, cuando Graciana lograba satisfacer las ansias de su cuerpo joven y enardecido. Llevó otra vez el tetra a la boca. La necesidad de beber pareció crecer tanto como el ardor que lo estremecía, mientras trataba de imaginarse otra vez junto a Graciana y, lo mismo que él con la muchacha, la acostaba sobre el húmedo colchón formado por la gramilla, y la poseía en un ritmo arrebatador, entre besos y caricias que los llevaban cada vez a un paroxismo de gritos y risas y palabras incoherentes. Pero después, cuando ellos quedaron quietos y abrazados, ajenos a cualquier otra cosa que no fuera seguir disfrutando los instantes que habían vivido, sintió la boca reseca, como si hubiera probado algo amargo, con súbita conciencia de su soledad y del ya para siempre insatisfecho anhelo de tocar otro cuerpo.

    Apenas ellos se alejaron, estalló. Sin preocuparse ya por guardar silencio, arrojó con violencia la caja vacía y golpeó los puños contra la pared y profirió gritos que trasuntaban la carga de furia, dolor e impotencia. Después comprendió que debía conseguir otro tetra de vino. Rápidamente. Para obtener cierto alivio y tranquilidad. Sintiendo todo el cuerpo pesado y torpe, abandonó la estación y a pasos lentos marchó hacia el pueblo.

    Debió golpear muchas puertas y reflejar el mayor estado de indigencia, antes de conseguir algunas monedas. Le alcanzó para comprar dos botellas de vino y, apenas salió del boliche del Chueco García, comenzó a beber. Aunque siempre había evitado hacerlo mientras andaba por las calles del pueblo -después que la enfermedad de  Graciana lo precipitó en la ruina y necesitó apelar a la caridad de la gente para sobrevivir-, ya no le importó que lo vieran. Bebió con avidez. Impaciente por embriagarse y alcanzar cuanto antes un profundo sueño que le hiciera olvidar la pérdida definitiva de Graciana, que aplacara el deseo despertado por la frenética relación de ellos, que borrara la certidumbre de vegetar en un estado bochornoso, sin esperanza ni dignidad.

    Como si marchara a través de una espesa niebla que desdibujaba las cosas, cada paso le resultó más dificultoso. Después de un tiempo interminable pudo divisar el contorno familiar de la estación. Cuando intentó cruzar las vías, tropezó. Al perder el equilibrio, lanzó un grito y abrió los brazos en desesperada tentativa por aferrar algo. Fue inútil. No pudo evitar la caída y súbitamente sintió el golpe seco, demoledor, en la cabeza.

    Las manos de él quedaron de pronto quietas, desganadas, sin terminar de desabrocharle la blusa.

    -Vamos -ella lo apremió, impaciente -. ¿Qué te pasa?

    Se apartó y echó una furtiva mirada hacia la estación.

    -No sé. Ya no puedo hacerlo aquí, ahora que el viejo no está mirándonos.

     

    Sobre el amor y otras cosas no menos importantes

    HERIDAS

    Un cuento de Eduardo Minervino

     

    Cruzas por el atardecer.
    El aire
    tienes que separarlo casi con las manos
    de tan denso, de tan impenetrable.
    Andas. No dejan huellas
    tus pies. Cientos de árboles
    contienen el aliento sobre tu
    cabeza. Un pájaro no sabe
    que estás allí, y lanza su canto
    largo al otro lado del paisaje.
    El mundo cambia de color: es como el eco
    del mundo. Eco distante
    que tú estremeces, traspasando
    las últimas fronteras de la tarde.

     

    La soledad suele doler. No es un dolor físico, pero duele. Y en algunos lugares donde se fue feliz, duele más. Solo que es difícil comprobarlo, por que consciente o inconscientemente se tiende a evitarlos. Pero viviendo en Villa Gesell, esto resulta imposible. Nadie que la ame puede evitar el tránsito por el bosque o la playa. Y Julián, de la mano de Esther, se había metido decenas de veces en el bosque para oír ese silencio maravilloso.

    Era además, el lugar que  preferían para hacer el amor. Ambos lo descubrieron la primera vez se gozaron. Y desde entonces, lo hicieron decenas de veces, en un lugar mágico. Era un pequeño claro, rodeado de espesa vegetación y acceso dificultoso, que lo hacía invisible para él resto. Disfrutaban amándose desnudos, oyendo muchas veces, las conversaciones de la gente que pasaba  pocos metros de ellos. Allí solían esperar el amanecer, acariciándose como si fuera la primera vez, siempre descubriéndose.

    Julián vivía en la villa desde hacía varios años.

    Esther había llegado en el verano, a trabajar en una boutique.

    Apenas se conocieron, los dos tomaron sendas decisiones. El, tratar de cicatrizar viejas llagas. Ella quedarse en el invierno para comenzar de nuevo.

    Cada minuto que compartían, ambos se daban cuenta que todo se daba tal como lo soñaron.

    Por eso, desde las experiencias buenas y malas de cada uno, descubrían que era posible sentirse nuevo. Fundar relaciones cotidianas. Descubrirse en cada mirada, en cada gesto, en cada palabra. Y que siempre había una nueva manera de hacer el amor. Ellos se subieron a cimas que antes eran inexpugnables.

    No debieron hacerse promesas, no hacía falta. La resolución íntima de cada uno de vivir cada minuto como si fuera el primero y el último de sus vidas, le daba a la relación el valor de lo finito.

    Un día, Esther recibió un llamado telefónico. En un atentado en Jerusalén, habían fallecido su hermano y su cuñado, quedando gravemente heridos tres sobrinos pequeños.  Debió partir de inmediato, justamente un día que Julián no estaba en Gesell.

    Eso sucedió hace muchos meses. A pesar de los encuentros vía Internet y de esporádicos llamados telefónicos, se fue produciendo entre ambos un vacío incomprensible. Julián suele pasear por el bosque. En silencio. Se sienta en el claro en el que se amaron con Esther y con los ojos entrecerrados fuma un Benson. Irremediablemente, la figura de Esther se aparece con claridad. Y Julián, en voz baja y quebrada le habla: 

     Puedo imaginar tus pasos, soñando con tu regreso, y me mojo en tu recuerdo desde aquí. Es este bosque que me encierra y me impide llegar hasta tus labios. Me descubro enredado en las rejas de mi alma, respirando un aire frío con olor a soledad”.

    Otras veces, recorre la playa. Y se sienta sobre las rocas que están en la de Los Milagros. Al mar le habla también como se le hablaría a un viejo amigo:  “ Frescas son las gotas de tu bruma, que me tocan mientras paseo, aunque el viento traiga frío y me desnude en el olvido, te siento cerca de mi”. También le suele hacer un pedido: “Mar, antiguo y dulce mar, ayúdame  a partir...  La marea y el olvido, vienen a llevarme el corazón y yo no se quien soy, la ausencia va conmigo. Mar, desátame de tanta soledad.”.

    Esa noche, volvió a su casa más triste que nunca.

    Mecánicamente encendió la PC y abrió el correo. Tenía un e-mail de Esther. Era breve: “Amor.... Me quedaré a vivir en Jerusalén. Me necesitan y yo necesito esta tierra. Pero quiero que sepas, que este también puede ser tu lugar. Te espero”.

    Apagó la máquina y se sirvió un Blenders. No pudo evitar encender otro cigarrillo. Mirando las volutas de humo que lentamente exhalaba, tomó una decisión. No quería una nueva herida en su piel curtida,  pero cada día más sensible.

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