Historias de Germania

EL APARECIDO

Eduardo Minervino

 

Quiero pagar  parte

de una deuda pendiente

a los caminos que me vieron

pasar por ellos corriendo

y sin apenas mirarlos.

 

Quiero aquí recordar

a los cientos de personas

que poblaron mí vida

y me hicieron rico

en experiencia y valores.

 

Quiero seguir disfrutando

las historia de los viejos,

que se sientan escuchados

y recordar lo que dicen

para poder  siempre contarlo.

 

En cada pueblo, los viejos habitantes son fuentes inagotables de historias.  Hablar con ellos siempre es algo muy especial.  Iluminan los recuerdos de quien como yo, siempre está volviendo a Germania porque nunca puede quedarse definitivamente.

Hay  temas que suelen transformarse en leyendas. Y como  tales, tienen algo de verdad y también de fantasía, ya que cada vez que alguien se refiere a ellos le va agregando nuevos  elementos.  

Me contaban que en algunas frías noches de invierno, con la “macha helada” cayendo afuera , en el galpón, los paisanos reunidos alrededor del fogón, solían contar historias que  enfriaban  más todavía quienes las escuchaban.  Eran las que se referían  a las ánimas en pena. Inmediatamente recordé  a  Rafael Obligado, que en su Santos Vega  dijo:

 

“Súbito brilla a lo lejos
una luz... la luz maldita,
cuya historia nunca escrita
saben jóvenes y viejos.
Vedla: lanza mil reflejos;
se detiene y humo exhala;
incendia el campo; resbala
retorciéndose maligna;
y cada uno se persigna,
murmurando: "-¡La luz mala!"

 

"-Es el alma de un hermano,
que, desterrada del cielo,
solitaria y sin consuelo
vaga errante por el llano;
un espíritu cristiano
de crueles ansias lleno,
que, de la noche en el seno,
nos ha pedido otras veces
una cruz y algunas preces
que lo tornen justo y bueno."

 

Científica y lógicamente, la luz mala tiene su explicación. A los fuegos fatuos (incendio de ciertas materias que se elevan de las sustancias animales y vegetales en putrefacción y forman pequeñas llamas que se ven en el aire, particularmente cerca de cementerios o lugares pantanosos), el gaucho, que ignoraba su origen, los consideraba una cosa sobrenatural y le dio el nombre de "luz mala" considerándola como la representación de un ánima en pena, que según las creencias era el alma de un difunto que abandonaba su sepultura y andaba por el mundo de los vivos para pedir venganza, porque había sido muerto en mala ley o reclamando por haber sido enterrado en el cementerio como un infiel.

La "luz mala" inspiraba terror supersticioso y su aparición era comentada en todos los fogones. Se recordaban viejas leyendas oídas a los mayores y no faltaba alguno que contara un "trance fiero", en que tuvo que vérselas con una "luz mala", que lo había seguido un largo rato, y de la que se salvó prometiéndole encender una vela a su memoria.

Pero, para los paisanos no hay ciencia que valga. Toparse con una luz mala era estar cara a cara con un difunto insatisfecho  que muchas veces, buscaba venganza.  Solo  quedaba  orar y morder la vaina del cuchillo. 

Esa noche oscura de sábado, sin luna ni estrellas, mientras la botella de ginebra circulaba sin descanso,  los paisanos  recordaron el duelo a facones en el que el “Negro”  Acevedo  mató a Goyeneche. Uno de ellos, con voz temblorosa y casi pidiendo permiso dijo:

“Yo me topé hace poco con el “Flaco”. Era él, estoy seguro. Se murió caliente porque  Acevedo no lo escuchó cuando él, como amigo, le decía que no valía la pena  pelearse por una mina…”.

Nadie hablaba.  El  silencio era sobrecogedor.  Todos esperan que  el   relato prosiguiera.

Consciente de la expectativa que había creado  prosiguió:

- “Volvía tarde.  Me había quedado  en el boliche, después de las cuadreras.  Crucé el paso a nivel, y  estaba frente a lo que había sido el boliche de Are. El resoplar del caballo era lo único que se escuchaba en el camino. 
No había viento, la atmósfera estaba congelada, hasta las nubes parecían que habían tocado tierra y  formaban  murallas blanquecinas en la distancia. En el rancho solo me esperaban algunos perros y  ya me  imaginaba  el catre desierto  y que quizás al día siguiente iría a buscar alguna de compañía para que me caliente  un poco el cuerpo y el alma.
A lo lejos, algo llamó mi  atención, en un punto indefinible a la distancia  se veía  una luz, y  por un momento pensé que podían ser las luces del pueblo, pero estaban en la dirección contraria, es  más,  parecía surgir del cementerio.
Apuré un poco el caballo, con ganas de rumbear para el otro lado, y por un momento creí que no pasaba nada, pero de a poco comencé a percibir que a mi lado, las cunetas y las pequeñas matas de pasto  comenzaron a dar sombra. La luz misteriosa era cada vez más fuerte, como tomando impulso.
Un sudor frío me recorrió el cuerpo mientras apretaba las riendas y los dientes. Recé rápidamente un par de Aves Marías mientras el caballo, por sí mismo,  pasaba de un cauteloso trote a un galope desenfrenado.
De pronto escuché una explosión sorda y de golpe la noche se volvió día.
Y entonces lo vi. El “Flaco” Goyeneche estaba sobre  el caballo  y encaraba para  el pueblo. Era él, estoy seguro. Pero ahora tenía  el cabello blanco, y sus  ojos enormes  estaban fijos en algún punto infinito. Y lo oí… Decía: “Qué boludo que sos Negro, matarme por esa… Te voy a buscar otra vez al boliche de Zanín…  Te voy a buscar como siempre… Pelotudo… Tenemos que darnos un abrazo y tomar unos vinos…”

Mí caballo quedó paralizado.  Y yo con un cagazo terrible…  ¡Sí hacía  como 30 años que estaba muerto! Pero era  el  “Flaco”…. Era él…”.

Durante algunos segundos que parecieron interminables, nadie rompió el silencio. Todos allí, sabían del duelo. Algunos aseguraron que conocían el penar de Goyeneche. Decían que aparecía por el cementerio, el boliche de Zanín y que otras veces,  los domingos, el errante espíritu del “Flaco” rondaba lo que había sido la cancha de Sarmiento. Pero también comentaban que hacía muchos años que nadie sabía nada de esas apariciones. De pronto se sobresaltaron. El silencio de la noche se interrumpió cuando se oyó el relincho y una luz entró por la ventana. Venciendo el miedo, todos salieron del galpón y entonces lo vieron. Era el “Flaco” Goyeneche montado en su alazán. Los miró detenidamente y les dijo: “Ya puedo descansar en paz… Pudimos abrazarnos con el “Negro”. Mí búsqueda terminó”. Los paisanos, paralizados, no podían salir de su asombro. De repente, a luz se esfumó y con ella el aparecido.

Alguien entonces recordó que esa mañana, el cuidador del cementerio, encontró a un hombre tirado sobre la tumba de Goyeneche. Seguramente había pasado la noche allí porque estaba congelado No pudo reconocer en primera instancia al anciano que agonizaba agarrado de la cruz  con un  facón de empuñadura de oro y plata en una mano. Supo quién era al escuchar sus últimas palabras: "Tenías razón, “Flaco, no valía la pena. No valía la pena. No…"

 

El hecho histórico
 

Historias de Germania
EL DUELO

Ese invierno fue muy duro. Y esa mañana, particularmente, mucho más. Ya eran casi las diez y media y la escarcha seguía como si nada.  Haciendo la recorrida de rutina, una alteración del paisaje habitual, llamó la atención al cuidador del cementerio. Era un hombre que estaba tirado sobre una tumba. Se acercó rápidamente y al ver que no respondía a su llamado, se hincó a su lado y le tomó la mano.  Lo dio vuelta y notó que estaba congelado. Seguramente había pasado la noche allí. No pudo reconocer al anciano que agonizaba en sus brazos. Pero cuando lo oyó susurrar, en forma casi inaudible una lastimera queja,  supo de quien se trataba. “Tenías razón, flaco, no valía la pena. No valía la pena. No…”

“¡Lo parió, negro. Te salió duro el asado!” - dijo Goyeneche a Acevedo. “A la vaca le habrá salido duro”- contestó el asador.  Y agregó: “¡Carnicero de  mierda. Está matando pura invernada. Ni pa puchero sirve!”. “Espero que el vino no esté avinagrado por lo menos” - terció otro invitado.  “Es el mismo que tomamos en el boliche. Me lo fió el Abel… Así que si está malo, no se lo pago. Y además le hacemos huelga y nos quedamos en el club” Dijo riendo Acevedo…. “Mierda Negro le contestó Goyeneche. Si vos y tus amigotes no van, Zanín se funde. Ahí si que se le avinagra el vino”…. Todos rieron…. La noche estaba fresquita. Ideal para comer el asado con las achuras y todo y bajarse algunas botellas de tinto. 
La conversa fue de fútbol primero. Algunos de los concurrentes eran se Juventud Unida. Los otros de Sarmiento. Para colmo, el fin de semana se enfrentaban en el clásico del pueblo. Los hinchas del verde, le pidieron a Goyeneche: “Flaco, cuidate… Mirá que el domingo tenés que hacer un par de goles”. El aludido, era el goleador de Sarmiento y   no era bebedor, por cierto. “No… contestó. Quédense tranquilos. Si no hago goles no va a ser por que me empede”.  Uno del fondo, entre risotadas le dijo: “Por eso no… pero capaz que sea por que te pasaste con la “Paloma”. Esa si que sabe revolear el culo y a vos te gusta”. Algunos rieron por la ocurrencia. A otros no les pareció bien que se hablen de esas cosas. En definitiva, la “Paloma” era una mujer del pueblo y la veían todos los días. Goyeneche calló y bajó la mirada. El Negro Acevedo quedó paralizado. Su voz temblaba cuando dijo: ¡Está listo el “quemado”. Vamos a comer carajo!. No duró mucho ese encuentro. Alguno dijo por ahí: “Che… porque no la seguimos en el boliche. Allí hay más vino que acá y además le metemos al truco por algunos pesos”. La invitación cursó efecto y todos, algunos a caballo y otros a pie, arrancaron para lo de Zanín.
Al llegar se armaron los tríos y empezaron a jugar al truco. Cuando llegó el “pica pica”, estaban enfrentados Goyeneche y Acevedo. “Envido”- le gritó el Negro. “Flor” – dijo Goyeneche. Acevedo se paró y gritando le  dijo: “Flor de hijos de putas son vos y la Paloma. Me están cagando… te voy a achurar. El domingo no vas a estar en la cancha. Vas a estar en el cementerio. Salí pa fuera. Bancate si sos macho”.  Goyeneche aceptó el convite, no sin antes decir: “Negro… No vale la pena… es más importante que sigamos siendo amigos que pelear por esa mujer”…
“Mierda… cagón… salí o andate del pueblo”-  dijo Acevedo.
Los dos amigos se miraron a los ojos. Los que estaban  en el boliche, que habían salido con ellos,  inocentemente hicieron rueda. 
Acevedo y Goyeneche sacaron sus facones. Uno apareció de su vaina de cuero. El otro, con cabo de plata y oro, de la suya, hecha con los mismos materiales. Cada uno con su poncho en el brazo.
Brillaban los facones de hojas largas y aceros relucientes.
La danza de la muerte tenía su belleza, sus pasos de ballet.  Los ponchos batiendo el aire le ponían sonido, los aceros acompañantes marcaban el ritmo.
Ojos vigilantes, movimientos de baile,  danza de tango en el aire,
manos que giraban,  pies acompasados, brazos que extendían su mensaje de muerte.
Mano arrojada y fiera que se extendía en el acero de la daga, la mano de cada combatiente.
No se escuchaban voces,  simplemente la música de los facones. 
Era un bordoneo de aceros y un manantial de sangre.
Los hombres danzaban al compás de la música de los hierros.
Por turno, se iban hiriendo cada vez con más profundidad. El baile del duelo duró un tiempo impreciso. Un hombre cayó.
Goyeneche,  desde el piso miró los ojos de su heridor.
No había reproche en la mirada, había admiración.
El heridor limpió su cuchillo en el pasto y enfundó su arma con cuidado y lentamente, ceremonioso, fue hasta su pingo que caracoleaba nervioso.
En la vereda de tierra, quedó el cuerpo del muerto en esa pelea que nadie pudo evitar, fascinados por al escena.
El vencedor montó de un salto al zaino y salió al galope corto.
Los testigos sabían  el rumbo de aquél hombre: la Comisaría.  Entregaría su arma a la autoridad y diría me he "disgraciado comisario",  cuídeme el zaino.

 

 
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